Corría el año 1915. A lo largo de la última década, en un aplaudido acto de higienización urbanística, Palma se había deshecho de la mayor parte de su muralla, y la arquitectura modernista, de mano de los grandes arquitectos de la época, florecía tanto en el antiguo espacio intramuros, como en el ensanche que tímidamente comenzaba a delinearse con los primeros edificios.
La puerta de San Antonio, al este de la ciudad, había sido tradicionalmente un importante punto de acceso y reunión para payeses y 'traginers'. Ahora en la zona, sin murallas y sin puerta, el complejo de Ses Enramades se había convertido en un centro comercial para el ganado, así como una parada de reposición obligatoria para cualquiera de los campesinos que, tras largas horas de recorrido por caminos todavía peligrosos, abastecían la capital insular de productos frescos procedentes de cada rincón de la isla. Junto a Ses Enramades, donde el carrer Major se adentraba hacia el casco antiguo –la vieja ciudad–, destacaba un estiloso y moderno edificio neoárabe, de nombre Can Maneu, el cual exhibía suntuoso su llamativa balconera, sus ventanas y su característica torre de planta hexagonal acabada en una pequeña cúpula puntiaguda. En la planta baja de aquel edificio plurifamiliar se encontraba el famoso bar Triquet, flanqueado por varias docenas de carros en el lado del Gran Passeig de Ronda, por entonces un polvoriento y ancho paseo que, aún sin pavimentar, circunvalaba el casco antiguo a lo largo del trazado del desaparecido foso.
El dueño de dicho bar, Salvador Bonnin, padre de familia y de ascendencia chueta, era famoso en toda la isla gracias a su fiel clientela payesa, que había conseguido ganarse mediante sus encantos, a pesar del típico carácter mallorquín fuertemente cerrado que marcaba a los campesinos. «La clave está en cómo tratarlos.», se decía a sí mismo. «En sus pueblos, fora vila, son unos simples currantes que trabajan de sol a sol por unos sueldos miserables. En mi bar, sin embargo, les ofrezco la oportunidad de sentirse por un rato como auténticos señores burgueses, aún si es durante el tiempo que tardan en acabarse sus copas de licor y comentar cómo va la cosecha y qué tal les ha ido el viaje.»
Una campanilla tañó sobre la entrada al abrirse la puerta. El señor Bonnin alzó la vista y reconoció en seguida al campesino que se quitaba su sombrero de paja al acceder al establecimiento. Pere Antoni Cortès, poblero dedicado al cultivo de la patata, era con diferencia el cliente con quien mantenía un mayor nivel de simpatía y confianza. Los dos hombres cruzaron sus miradas, y el payés caminó hacia la barra con gesto alegre pero cansado.
–Uep, l'amo! –saludó al situarse ante el hostelero–. Què, com anam?
–¡Hombre, el amo! –saludó al situarse ante el hostelero–. ¿Qué, cómo vamos?
–Tot bé per aquí, ben igual que sempre –repuso el señor Bonnin–. Fotent as carrer qualque pobler gat de tant en tant, però res fora del que és suportable.
–Todo bien por aquí, igual que siempre –repuso el señor Bonnin–. Largando a la calle a algún poblero borracho de tanto en tanto, pero nada fuera de lo que es soportabe.
–Ha, ha! Què en sou de graciós! –contestó irónicamente–. Hauríeu de veure com ens hem de llevar del damunt es llonguets vanitosos que es deixen caure per Sa Pobla.
–¡Ja, ja! ¡Qué gracioso sois! –contestó irónicamente–. Deberías ver cómo nos tenemos que quitar de encima los llonguets vanidosos que se dejan caer por Sa Pobla.
–Va, que sabeu que estic de broma. Què prendrà avui es senyor? Una copa d'herbes, potser?
–Va, que sabéis que estoy de broma. ¿Qué tomará hoy el señor? ¿Una copa de hierbas, tal vez?
–No em puc imaginar com ho podeu haver encertat! –dijo el señor Cortès.
–¡No me puedo imaginar cómo lo podéis haber acertado! –dijo el señor Cortès.
–I què? Quan m'endureu un sac de patates de propina? Mirau que en són de copes que vos he servit d'ençà que ens coneguérem!
–¿Y qué? ¿Cuándo me traeréis un saco de patatas de propina? ¡Mirad si son copas las que os he servido desde que nos conocimos!
–I Déu en sap que totes vos les he pagat religiosament! Si qualque dia veniu vós i ta madona a casa, gustosament us convidaré a un estofat de patates, però no hi som com per anar regalant-ne sacs a qualsevol.
–¡Y Dios sabe que todas os las he pagado religiosamente! Si algún día venís vos y vuestra esposa a casa, gustosamente os invitaré a un estofado de patatas, pero no estoy como para ir regalando sacos a cualquiera.
–És clar, a un llonguet qualsevol com jo! I tot i així em convidaríeu a ca vostra, oi?
–¡Claro, a un llonguet cualquiera como yo! Y aún así me invitaríais a vuestra casa, ¿eh?
–Si teniu el detall d'escortar-me fins a ca nostra, ja vos haureu guanyat el dinar, i per ventura una nit d'allotjament fins i tot.
–Si tenéis el detalle de escoltarme hasta casa, ya os habréis ganado la comida, y quizás una noche de alojamiento incluso.
–No ho direu pes bandoler? Que no l'han hagut, encara? –preguntó el señor Bonnin sirviéndole una copa cargada de hierbas mallorquinas.
–No lo diréis por el bandolero. ¿No lo han prendido, aún? –preguntó el señor Bonnin sirviéndole una copa cargada de hierbas mallorquinas.
–No –lamentó el señor Cortès–. Gairebé cada dia actua, s'horabaixa, en tornar des mercats, un poble rere s'altre. –El payés tomó su copa de la barra.– Ja ha robat a tres coneguts meus, i diuen que fa dos dies se'n va carregar un pagès que se li va resistir en tornar de Felanitx. Ja no hi resta camí segur en tota s'illa, tot i que han augmentat sa vigilància. Tots es pagesos ens demanam quan ens tocarà a nosaltres –dijo antes de tomar el primer sorbo.
–No –lamentó el señor Cortès–. Casi cada día actúa, por la tarde, al volver de los mercados, un pueblo tras otro. –El payés tomó su copa de la barra.– Ya ha robado a tres conocidos míos, y dicen que hace dos días se cargó a un payés que se le resistió al volver de Felanitx. Ya no queda camino seguro en toda la isla, a pesar de que han aumentado la vigilancia. Todos los payeses nos preguntamos cuándo nos tocará a nosotros –djo antes de tomar el primer sorbo.
–Però això és terrible! –exclamó el señor Bonnin–. Com pot un sol home tenir aterrits tots es pagesos de s'illa? No pot ser que siguin un grup organitzat?
–¡Pero eso es terrible! –exclamó el señor Bonnin–. ¿Cómo puede un solo hombre tener aterrados a todos los payeses de la isla? ¿No podría ser que sean un grupo organizado?
–No ho sé. Totes ses seves descripcions coincideixen, tot i que mai mostra sa cara. Duu capell i un mocador envoltant-li tot el rostre, com si fos un esparadrap. Per això alguns li diuen s'Embenat, o sa Mòmia. Qui l'han sentit xerrar, diuen que parla castellà, i per l'accent li diuen s'Andalus. I si fossin molts, no s'explica que no actuïn en grup; pel que sé no se'ls ha vist mai junts. S'únic que queda clar és que és un foraster; això, i que va armat i és perillós.
–No lo sé. Todas sus descripciones coinciden, aunque nunca muestra la cara. Lleva un sombrero y un pañuelo envolviéndole todo el rostro, como si fuera un esparadrapo. Por eso algunos lo llaman el Vendado, o la Momia. Quienes le han oído hablar, dicen que habla castellano, y por el acento le llaman el Andaluz. Y si fueran muchos, no se explica que no actúen en grupo; por lo que sé no se les ha visto nunca juntos. Lo único que queda claro es que es un forastero; eso, y que va armado y es peligroso.
Acabado de decir esto, la copa que sostenía el señor Cortès explotó en su misma mano, a la vez que un estruendo hacía sacudirse a la clientela con el estallido de una ventana del lado del paseo. La sala quedó de pronto sumida en silencio, y los presentes se miraron desconcertados unos a otros. El señor Cortès, por su parte, observaba la base de la copa que había quedado en su mano, sintiéndose incapaz de comprender lo que acababa de suceder hasta que una inquietante idea le pasó por la cabeza.
Para cuando el payés había logrado atar cabos, un largo y rápido traqueteo de detonaciones comenzó a reproducirse desde la calle, causando que varios proyectiles reventaran algunas de las botellas y los marcos de fotografías que decoraban una pared. La reacción general de los clientes fue la de echarse despavoridos cuerpo a tierra, tratando de esconderse bajo las mesas o tras la barra. También una docena de personas, entre transeúntes locales, payeses y alguna meretriz, quisieron hallar en el local refugio para la balacera, irrumpiendo atropelladamente en él, lanzándose al suelo y pasándose unos sobre otros.
El Gran Passeig de Ronda, azotado por el intenso sol veraniego, se encontraba envuelto en una tenue polvareda que se elevaba hasta varios metros sobre el suelo, arrastrada por el viento de tramontana que fluía sin apenas oposición entre los descampados y las escasas edificaciones de aquella zona extramuros. El lugar que hasta hacía unos segundos rebosaba de actividad comercial se había convertido en un extraño páramo desierto, sin más movimiento a la vista que el de alguna mula desbocada que corría arrastrando sus riendas. Cerca del centro del paseo, a unos veinte metros del bar Triquet, un hombre cubierto con un sombrero y un pañuelo apuntaba un revólver hacia la cabeza de una joven que retenía con fuerza contra su cuerpo, sirviéndole de parapeto.
–Le habla Emilio Gutiérrez Alonso, capitán de la Guardia Civil –anunció una voz reverberante rompiendo el silencio desde algún emplazamiento indeterminado–. Dígame, ¿cómo prefiere que le llame? ¿El Momia o el Andaluz?
La voz guardó silencio por unos segundos mientras el bandido permanecía encañonando la mejilla de la moza, quien lloraba en silencio aterrada, sin atreverse a hacer un solo ruido.
–Está bien. Si no se decide, supongo que no le importará que le llame la Momia Andaluza –dijo aquella voz sin mostrar un atisbo de nerviosismo–. Escúcheme, Momia Andaluza. Se le requiere por varios delitos de asalto, robo con violencia, lesiones, alteración del orden público, y homicidio… entre otros. Voy a explicarle cuál es la situación. –La voz hizo una pausa antes de proceder con la explicación.– Tiene ahora mismo a… unos diecinueve agentes de la Ley apuntando directamente a su culo, entre ellos uno de los mejores francotiradores al servicio de la Benemérita.
Casi en el acto sonó un disparo, y el francotirador que había apostado en la torre de Can Maneu se estrelló contra la azotea del edificio. La joven retenida lanzó un grito de terror.
–Pero señor, ¿por qué se lo ha dicho?
–Cállese, Ramírez –ordenó el capitán malhumorado.
Emilio Gutiérrez Alonso, capitán de la Guardia Civil, se encontraba parapetado junto a uno de sus agentes entre la fachada del bar Triquet y una de las numerosas carrozas aparcadas en el Gran Passeig de Ronda, vestido con el uniforme y el tricornio del cuerpo y fumando su pipa a base de largas caladas. Sus subordinados veían en su costumbre de fumar durante los altercados una forma de ocultar su inseguridad y nerviosismo. Para él, sin embargo, era su mejor manera de reafirmar su actitud fría y autoritaria ante las situaciones que lo requerían.
–Como iba diciendo… –continuó el capitán– tiene ahora mismo a unos dieciocho agentes de la Ley apuntando sus fusiles directamente a su culo, de modo que, si me permite hacer una valoración personal –dio otra calada a su pipa–, me atrevería a decir que la situación no es precisamente la más favorable para usted.
El silencio en la calle era excepcional.
–Mire, Momia Andaluza, le voy a ser sincero. Lo tiene muy feo, tanto si se rinde como si no. Pero si suelta ahora a la muchacha y se entrega, le prometo –dijo disponiéndose a mentir– que disfrutará de un juicio justo y se le dará la oportunidad de recibir la santa expiación. Lo dejo en sus manos.
El capitán calló en espera de la respuesta del bandolero, quien se acercó al oído de la joven para pronunciar unas extrañas palabras en un tono demasiado leve.
–En la oscuridad que traigo conmigo no existe lugar para la expiación.
El capitán Gutiérrez miró extrañado al agente que había a su lado.
–¿Qué cojones ha dicho?
–No lo sé, capitán. No lo he oído.
–No me está siendo de ayuda, Ramírez.
El capitán tragó una última calada antes de lanzarse al grano.
–Bueno, estoy empezando a hartarme. ¡Decida ya! ¿Va a entregarse, o va a obligarnos a dar el siguiente paso?
La contundente respuesta del criminal no se hizo esperar. Su revólver empezó a escupir una irrazonable cantidad de proyectiles contra las carrozas, destrozando sus ejes y ruedas hasta hacerlas ceder en medio de una lluvia de astillas.
–¡Capitán! ¡Si sigue disparando nos va a engastar de plomo!
Por suerte el bombardeo cesó a tiempo, justo cuando la carroza que cubría al capitán Gutiérrez volcó hacia un lado, obligándole a acuclillarse para continuar parapetado.
–Está bien… –dijo el capitán sin alzar la voz, mientras oteaba con cuidado el panorama. El bandolero seguía usando a la joven para cubrirse–. Como les he dicho antes, la prioridad absoluta es que el Momia no salga de esta con vida, de modo que, Ramírez, puede disparar.
El joven agente vaciló mientras trataba de apuntar al malhechor.
–Capitán, no puedo dispararle. No tengo un tiro seguro. La muchacha…
–Dispare –ordenó el capitán con firmeza.
Al agente Ramírez lo invadió un sudor frío mientras permanecía oteando la calle con el rifle entre las manos. Ya podía provenir del capitán, o directamente de Alfonso XIII, pero aquella orden era absurda.
El capitán Gutiérrez no tardó en percibir la incapacidad del agente, así que suspiró resignándose a hacer el trabajo sucio él mismo. Recostado sobre el maltrecho carruaje, tomó una larga y profunda calada de su pipa, y acto seguido desenfundó su revólver, se puso en pie, y disparó sin apuntar hacia los bultos que ocupaban el centro del paseo. La bala abrió un boquete en el cráneo de la joven, resultando en una repugnante explosión de material rojizo que se expandió varios metros en mitad del paseo.
El evento fue la señal de salida para un monumental estrépito de fogonazos. Con una docena de agentes disparando al mismo tiempo, las balas parecían surgir de todas las direcciones. El bandido consiguió mantener por un tiempo el peso muerto del cadáver sobre su hombro, sirviéndole de escudo mientras salpicaba más y más chorros de sangre a medida que las balas continuaban perforándolo. El asaltador comenzó así a disparar a un agente tras otro, hasta que en poco tiempo una bala lo alcanzó en el hombro, haciendo volar su sangre varios metros. Sin amilanarse, consiguió matar a otro agente, pero estando herido no pudo seguir sosteniendo su escudo, y quedó expuesto al fusilamiento. Un primer disparo le perforó el muslo, haciéndole caer de rodillas para abatir de dos disparos a sendos guardias civiles. Luego, un nuevo proyectil le rozó el pañuelo, procedente de las carrozas, a lo que respondió clavándole una bala en la cabeza al agente Ramírez. Inmediatamente después, una última bala le alcanzó, esta vez en el pecho, muy cerca del corazón. El asesino cayó de espaldas, y los disparos finalmente cesaron.
Aún cubierto tras la carroza, y con una herida de bala limpia atravesándole el hombro, el capitán Gutiérrez contempló la enorme mancha de sangre y trozos del cerebro del agente Ramírez que impregnaba la fachada del bar frente al que se encontraba. Sabía que había dado al Momia, le había herido de muerte. Todos los agentes a su cargo y una civil habían dado su vida en ello, pero había valido la pena si había sido por poner fin a la amenaza que suponía ese sujeto. El capitán se colocó ceremoniosamente su tricornio y echó una última calada a su pipa. Era hora de salir a dar el tiro de gracia.
El hombre comprobó que su revólver seguía con balas, y empuñándolo en la mano se descubrió para encontrarse frente a frente con su adversario. Gutiérrez caminó solemnemente los dieciséis metros que lo separaban del Momia, descubriendo el deplorable estado en que había quedado el cadáver de la joven, así como el suelo del paseo embarrado en una mezcla de polvo y sangre que lo impregnaba todo.
El capitán se detuvo al llegar ante el moribundo y apuntó el revólver a su cabeza.
–Hora de pudrirse en el Infierno.
Lo que el capitán desconocía era que el Infierno tenía también una suite reservada para él aquella noche. Sin concederle tiempo para apretar el gatillo, el Momia elevó su antebrazo armado y disparó una bala que atravesó la garganta del capitán de lado a lado.
De este modo fue cómo el capitán de la Guardia Civil Emilio Gutiérrez Alonso abandonó la vida terrenal, dejando atrás a cuatro hijos, dos podencos, una mujer neurótica y una deuda de cuatro mil quinientas pesetas con Hacienda.
El bandolero dejó caer su antebrazo al suelo como peso muerto, y durante los siguientes minutos en el Gran Passeig de Ronda solo hubo silencio y viento que removía el follaje de una enorme acacia.
El Momia yacía boca arriba agonizante con su cabeza ladeada. Parecía que la quietud eterna por fin lo estaba abrazando; podía sentir ya su alma deshaciéndose de las riendas que la ligaban a aquel cuerpo perecedero. Pero de pronto, un sonido incuestionablemente mundano lo llevó de regreso al barrizal sangriento en que estaba tendido, convertido en un colador humano sanguinolento. Era el tañido de una campanilla. Una campanilla que anunciaba en la distancia la salida de Salvador Bonnin del bar Triquet.
El hostelero sostenía una vieja escopeta con ambas manos. Al asomarse al paseo, se detuvo para echar un vistazo a los destrozos y los cadáveres que habían quedado repartidos en aquella aparente zona de guerra. Tras él apareció en seguida Pere Antoni Cortès, colocándose su sombrero de paja sobre la cabeza. La pareja intercambió unas palabras, tras lo que señalaron en dirección al cuerpo del asaltador. El señor Bonnin fue el primero en llegar ante el maltrecho cuerpo del bandolero, donde el moribundo intentó en vano volver a empuñar su revólver. El hostelero respondió pisando el arma sin perturbase, apartándola de su alcance mientras negaba con unos chasquidos.
–Què hi tenim aquí? S'Andalus us diuen, oi? –El Andaluz permanecía inmóvil y en silencio en el suelo, siendo sus ojos la única parte visible de su rostro.– Entonces le hablaré en castellano para que me entienda; aunque, pensándolo bien, igualmente ahora mismo es usted más momia que andaluz.
–¿Qué tenemos aquí? El Andaluz de llaman, ¿eh? –El Andaluz permanecía inmóvil y en silencio en el suelo, siendo sus ojos la única parte visible de su rostro.– Entonces le hablaré en castellano para que me entienda; aunque, pensándolo bien, igualmente ahora mismo es usted más momia que andaluz.
En ese instante, el señor Bonnin encontró por casualidad la pipa de madera que había caído al suelo a unos centímetros del capitán Gutiérrez. Parsimoniosamente, se agachó para tomarla, retiró el polvo que la cubría, y comprobó, para su regocijo, que no estaba vacía. El hombre le confió la escopeta a su compañero, y sacó de un bolsillo una pequeña caja de cerillas que utilizó para reavivar la pipa antes de ponérsela en la boca. Hecho esto, recuperó su arma, y al fin se dirigió al criminal para continuar con la charla.
–Permítame que nos presente. Soy Salvador Bonnin, dueño del bar que… sin querer, lo sé, acaba de tirotear. Sin rencores. Ahora bien, este de aquí… –dijo volviéndose– es mi amigo y mejor cliente, el señor Pere Antoni Cortès, del municipio de Sa Pobla. –El campesino levantó su sombrero con dos dedos a modo de educado saludo.– Verá, forastero. He oído que ha estado causando bastantes problemas los últimos meses a la comunidad payesa de la isla, y que incluso… hace unos días tuvo la torpeza de matar a un humilde trabajador cuando regresaba de camino a su hogar. ¿Es eso cierto?
El bandolero miraba en silencio a los ojos al señor Bonnin, y tan solo se movía para respirar. Con cada contracción, la sangre borboteaba en el agujero de su pecho, y el charco continuaba extendiéndose por el suelo sin límite aparente.
–Como dicen en castellano, el que calla concede. Es deia així? –le preguntó a su amigo, quien no sabía ni una pizca hablar castellano, y menos decir refranes–. La verdad, trato de imaginar el futuro de este señor, y no puedo evitar verlo rojo y negro por todas partes… ¿Deberíamos ser buenos y ahorrarle un largo rato de agonía? –sugirió tirando del guardamanos de la escopeta.
–Esperi's, xueta! –se manifestó el señor Cortès–. Vos puc assegurar que tenc més ganes que vós d'enviar aquest senyor a Ca'l Dimoni, però entenc que seria de mala educació fer-ho sense deixar que es meus companys s'acostin per acomiadar-se.
–¡Espérese, chueta! –se manifestó el señor Cortès–. Os puedo asegurar que tengo más ganas que vos de enviar este señor a Ca'l Dimoni, pero entiendo que sería de mala educación hacerlo sin dejar que mis compañeros se acerquen para despedirse.
El señor Cortès se volvió hacia los vanos desnudos de las ventanas del Triquet, e hizo un gesto a las decenas de espectadores que desde allí observaban la escena asomados. Al poco, una hilera de personas empezó a brotar tímidamente del establecimiento, y en un minuto una multitud de payeses volvía a llenar la calle, reuniéndose en un corro alrededor del moribundo.
–Llevau-li el mocador! –gritó un espontáneo.
–¡Quitadle el pañuelo! –gritó un espontáneo.
De pronto, la muchedumbre estalló en una turba exigiendo a gritos que se les mostrara el rostro del criminal. Ante el clamor popular, el señor Bonnin tomó la iniciativa, y agachándose a su lado, agarró el pañuelo y deshizo las vueltas que el Momia llevaba alrededor de la cabeza; todo para dejar, por sorpresa, una extraña verdad al descubierto.
El Andaluz no era en realidad sino una andaluza.
Un enorme silencio se formó ante la revelación. El señor Bonnin, tremendamente sorprendido, soltó una mueca de incredulidad, y tras unos instantes de confusión se levantó para apartarse. Para él, aquello lo cambiaba todo.
–Tota vostra –dijo desentendiéndose, justo antes de abandonar a la muchedumbre.
–Toda vuestra –dijo desentendiéndose, justo antes de abandonar a la muchedumbre.
La masa enfurecida destrozó aquel cuerpo sin miramientos, y desde entonces hasta el día de hoy ningún bandolero volvió a actuar jamás en los prados de Mallorca.
No obstante, veinte años más tarde, el señor Cortès reconocería al señor Bonnin en un achaque de conciencia que siempre había dudado de si aquella mujer que acribillaron era la verdadera Momia Andaluza.