Relatos y Cuentos [Red de Sombras]

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alucard70
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Relatos y Cuentos [Red de Sombras]

Mensaje por alucard70 » 08 Ene 2014 21:38

Notas del Autor

¿Qué es la Red de Sombras?

Red de Sombras es un conjunto de historias (Cuentos, relatos, novelas) ambientadas en un mundo plagado de toda clase de criaturas sobre naturales. Las más importantes de estas son los vampiros y sus principales enemigos (denominados Antiguos). Cada historia relata hechos distintos, haciendo constantes referencias una hacia la otra —con personajes, cronología y eventos compartidos—, con la finalidad de crear un universo ficticio particular.

Así mismo, hay una trama central, la cual se ira desvelando poco a poco en lo que podríamos llamar la columna vertebral de la Red de Sombras: una serie de novelas numeradas que llevan el mismo nombre de este universo (y las cuales esperó alguna vez se publiquen de manera profesional).

Sobre el contenido de este tema, planeo publicar los diversos relatos que tienen en común la historia de Isabel (personaje al que ya presente en el foro en el primer reto literario). Estas historias pretenden ampliar su historia, desde su origen mismo hasta la actualidad, así como presentar a otros seres como ella que están relacionados de forma directa o indirecta con su historia.

Título: ¿Sólo una pesadilla más?
Fecha de redacción: 24 de abril de 2012
Notas: Es la primera historia en la cual introduje y cree al personaje de Isabel.

[spoiler][center]¿Sólo una pesadilla más?[/center]


[center]1[/center]

Las pesadillas son algo común para todas las personas. Desde siempre han atormentado los sueños de la gente. Ya sean provocadas, como se cree comúnmente, por cenar demasiado antes de dormir o por cualquiera que sea el motivo.

Desde que recuerdo, estas han atormentado mis horas de sueño de manera constante. Debido a esto, son un tema recurrente en casi todo lo que hago.

En la escuela, cuando los profesores nos encargaban de tarea redactar algún cuento siempre escribía sobre mis pesadillas. Recuerdo especialmente cuando mi maestra de cuarto grado, la señorita Mirna, nos pidió redactar un cuento de dos cuartillas. Yo escribí el mío basado en un sueño especialmente desagradable que había tenido recientemente. La pobre mujer incluso sugirió enviarme al psicólogo tras leer eso. Por tal motivo decidí dejar de usar mis pesadillas como inspiración para mis trabajos escolares.

Mis pesadillas eran extrañas, o al menos es esa la manera en la que yo las percibo. Podían variar de tema de manera abrupta; pero siempre eran similares en el fondo, la representación de uno de mis tantos temores.

Soñaba, por ejemplo, que todos en mi familia se habían convertido en vampiros, excepto yo; mis familiares me perseguían intentado morderme para que me uniera a ellos. Sé que suena estúpido, pero cuando los soñé debía de tener unos seis años. Un miedo infantil.

Otro sueño que recuerdo claramente, y que en verdad resulto aterrador, trataba sobre una muñeca.

Mi madre, cuando joven, coleccionaba muñecas de porcelana —de esas que parecen inusualmente reales, ataviadas con vestidos victorianos y peinados elegantes—. Recuerdo que había una habitación llena de ellas en casa de la abuela, las cuales mamá había decido dejar en su vieja habitación, ya que temía que cuando tuviera hijos estos las destrozaran. Debo de admitir que eso era una posibilidad muy grande cuando yo era un niño.

Bueno, sólo hubo una muñeca que ella se permitió a la casa. Media unos cincuenta centímetros y estaba hecha de porcelana blanca, lo cual creaba la ilusión de que tenía una piel pálida y lustrosa. Tenía una cabellera negra y rizada cubierta por un sombrero de ala ancha adornado con encajes blancos y plumas de pavorreal. Además llevaba un vestido verde oscuro de estilo victoriano. Era una muñeca que parecía estar diseñada para provocar temor en quien la mirara, pero a mi madre le encantaba.

Pero bueno, en el sueño, yo era enviado por mi madre a buscar algo a su cuarto. Entraba corriendo, pues sabía que lo que buscaba estaba sobre la cómoda. Sólo era cuestión de entrar, tomar aquel objeto y volver corriendo al primer piso. Abría la puerta con cuidado, veía mi objetivo y corría hacia él. Al tomarlo se escuchaba la puerta cerrarse tras de mí. Me volvía para salir y entonces veía a la muñeca de pie justo frente a la puerta. Trataba de gritar, pero de mi boca no salía sonido alguno. La muñeca comenzaba a caminar hacia mí.

—Juega conmigo —decía de pronto ella, mientras extendía sus manos en mi dirección, como tratando de atraparme. Justo cuando estaba por alcanzarme, despertaba.

Ese tipo de sueños han sido comunes durante toda mi vida, lo cierto es que, nunca me he podido deshacer de ellos del todo. En especial desde que eso sucedió, pero ya llegaré allí.

En el pasado, despertaba continuamente sintiendo un horror indescriptible. Recuerdo que me levantaba de la cama y me ponía a dar vueltas por la habitación en penumbras, tratando de dejar de pensar en lo que fuera que acabara de soñar. Usualmente mi padre se levantaba para decirme que volviera a dormir. Cuando más chico inventaba que tenía ganas de ir al baño, pero que me daba miedo bajar solo a la planta baja. Mi padre me acompañaba y se quedaba en el pasillo fuera del cuarto de baño hasta que yo terminaba de hacer mis necesidades. Conforme fui creciendo, dejé esa manía de levantarme cuando tenía ese tipo de sueños, y solamente me quedaba acostado, tratando de tranquilizarme pensando cosas agradables.

A los doce años, leí en algún lugar que era posible alejar las pesadillas escuchando algo de música relajante mientras se dormía. Antes de eso había intentado otras cosas, como acostarme en determinada posición. Llegué a creer que si dormía viendo específicamente a la pared este de mí cuarto podía evitarlas. Al final, luego de tanto “remedio casero”, intenté lo de la música. Elegí música clásica, ya que siempre me ha parecido sumamente relajante, y al poco encontré una estación local que transmitía una selección de música clásica toda la noche. Mis pesadillas disminuyeron considerablemente, o al menos eso me gusta creer.

Tenía quince años, cuando la peor de las pesadillas comenzó a atormentar mi existencia. Sólo que esta vez la pesadilla no tenía nada que ver con mis sueños. Era algo en el mundo real.


[center]2[/center]

Recuerdo que dormía plácidamente, cuando de improviso algo pareció sacarme de mi sueño. Lo curioso es que esa fue una de las pocas noches en las que ninguna pesadilla atormentó mis sueños. La habitación estaba en penumbras, sólo iluminada por los eventuales destellos de uno que otro coche que pasaba por la calle. En la radio sonaba la Novena de Beethoven. Allí estaba yo, sin saber porque de pronto me había despertado con el corazón latiendo ferozmente y un extraño sudor frío perlándome el cuerpo.

Fue la primera vez que la escuché. Una risa como de niña, pero yo soy hijo único, así que obviamente ninguna niña vivía en nuestra casa. La risa parecía provenir de algún lugar del pasillo, fuera de mi habitación. Ya que era invierno, me cubrí con las cobijas hasta la cabeza, como si con eso pudiera protegerme de lo que fuera que estaba en el pasillo.

Permanecí en vilo, mientras aquella risa parecía hacer eco por toda la casa.

Al poco rato, a la risa se sumaron unos pasos, los cuales parecían dirigirse específicamente hasta mi habitación. Aún bajo los cobertores y el edredón, apreté los ojos y traté de regular mi respiración agitada, fingir que dormía.

Las risas y los pasos se detuvieron justo frente a mi puerta, la cual estaba cerrada por dentro. Se escucharon cuatro golpes quedos, como los que daría una mano pequeña, y luego una risita como de burla. Después de eso, pasaron unos minutos —aunque en ese momento me pareció que pasaban horas— antes de que los pasos se alejaran en dirección a la escalera. Se escuchó claramente como lo que estaba en el pasillo bajaba por los escalones en pequeños saltos.
No pude volver a dormir esa noche, o al menos no me di cuenta de en qué momento el sueño volvió a alcanzarme.

Pasaron dos semanas, en las que nada extraordinario ocurrió, y el incidente se borró de mi mente. Es curiosa la capacidad que tiene la mente humana para olvidar ese tipo de cosas, quizás para protegerse así misma de la locura.

Llegaron las vacaciones de navidad y el tiempo en que podía quedarme hasta noche viendo los programas de comedia de la barra nocturna, que termina a las dos de la mañana.

Los primeros días no ocurrió nada de importancia, hasta el cuarto día. Estaba por terminar el penúltimo programa de esa madrugada, cuando la risa volvió a escucharse en el pasillo. Me quedé paralizado. En el televisor, Ross decía algo sobre paleontología que los demás no entendían, pero a mí no me hizo gracia el chiste. Estaba muerto de miedo. Nuevamente escuché como tocaban a la puerta. Traté de quedarme quieto, de no hacer ruido.

—¡Sé que estas allí! —escuché una voz de niña, tal vez de entre siete u ocho años; no estoy seguro, nunca he sido bueno para definir la edad de las personas sólo por su voz—. ¡Vamos, sal a jugar!

Aun paralizado por el miedo, comencé a rezar todas las oraciones que podía recordar de mis días en el catecismo. Nunca he sido muy religioso, pero en momentos como ese toda ayuda —especialmente divina— es bien recibida. El ser fuera de mi cuarto tarareaba una canción infantil, aunque no recuerdo cual, sólo que la forma en que lo hacía tenía un efecto que aumentaba el horror de tal escena.

—¡Eres muy aburrido! —exclamó de pronto la niña, o lo que fuera que estaba en el pasillo. Volví a escuchar como sus pasos se alejaban en dirección a la escalera, esta vez de forma veloz, como si de pronto hubiera echado a correr.

Me metí a la cama sin preocuparme por apagar el televisor y me cubrí nuevamente con las cobijas. Resulta extraño como unas simples piezas de tela parecen ser una coraza impenetrable para quien experimenta tales horrores.

A la mañana siguiente, algo cansado y asustadizo, bajé al comedor a desayunar. Mi padre, que también se encontraba de vacaciones en esos días, estaba sentado leyendo el periódico, mientras mi madre preparaba el desayuno.

—Deberías de bajar el sonido cuando ves la televisión por las noches, Raúl —me reprendió de pronto—, juro que esta vez el volumen era tan alto que parecía retumbar por todo el pasillo.
Me quedé helado ante esto, solamente atiné a contestar un quedo:

—Sí, papá.

—Hablando de eso —intervino mamá, mientras me servía un plato con huevos revueltos—, ¿qué veías?

—Los programas de comedia —respondí, mientras usaba el tenedor para picar distraídamente mi comida.

—Me pareció que era otra cosa —agregó ella, sentándose a la mesa—. Creo haber escuchado una canción que no oía desde que mi abuela, que en paz descanse, nos la cantaba cuando niña a tus tíos y a mí.


[center]3[/center]

Por la tarde, mis padres salieron para visitar a la tía Samanta que había estado algo enferma, por lo que me quedé solo en casa.

Por alguna razón, me había olvidado de lo ocurrido la noche anterior, quedando sólo como una pesadilla más. Conecté la consola de videojuegos en la televisión de la sala y me dispuse a jugar una partida del juego de guerra que mi abuela me había regalado en mi cumpleaños.

Estaba muy entretenido tratando de entrar a un bunker nazi, cuando escuché nuevamente la voz de la niña en el segundo piso. ¡Esta vez a plena luz del día!

Creo que dejé caer el control del videojuego, mientras el terror volvía a apoderarse de mí. Podía oír claramente como la niña parecía estar jugando a brincar el avión en el piso de arriba, incluso entonando la vieja melodía. Luego se escuchó como corría hacia las escaleras. Desde la sala, es posible ver el inicio y el final de estas, ya que sólo son separadas por un muro, y las escaleras, además, estas descienden en forma de “U”.

Impulsado por una fuerza extraña, volví la mirada hacia las escaleras. Entonces pude ver un par de pies bajar corriendo velozmente. Con temor esperé a que el fantasma, o lo que fuera, apareciera en mi marco de visión. Lo cual sucedió de inmediato.

Me encontré frente a una niña de unos seis años. Tenía un largo cabello castaño oscuro y una piel blanca de aspecto cenizo, mostraba una sonrisa inocente en sus pequeños labios sonrosados, aunque esta perdía su fuerza debido al aspecto terrorífico de sus ojos amarillos, los cuales parecían mirarme como los de un depredador. Traía puesto un vestido amarillo de holanes, unas calcetas blancas hasta la rodilla y unos zapatitos negros.

Al verme, la “niña” sonrió como si se hubiera encontrado con un juguete nuevo. Comenzó a caminar hacia mí con pasos lentos. A cada movimiento de sus piececillos podía sentir como mí terror se incrementaba. La niña se dio cuenta de eso y abandonó su sonrisa inocente para adoptar una más cruel e inhumana. Era una escena surrealista, una niña jamás debe verse de esa manera. Era aterrador.

Salí de mi parálisis y me alejé de ella lo más que pude, arrastrándome al otro lado del sofá en el que me encontraba sentado. La cosa hizo una mueca.

—¿No quieres jugar, Raúl? —Su voz sonaba engañosamente tierna. Se detuvo y me miró con una expresión curiosa. Volvió su mirada a la pantalla del televisor, en donde se mostraba una imagen de mi personaje muerto y un texto donde se le preguntaba al jugador si quería continuar la partida desde el anterior punto de salve—. ¿Esos son los juegos que te gustan? —preguntó, mientras parecía analizar la pantalla—. ¡No me gustan! —gritó, haciendo una especie de berrinche.

La niña se sentó en el sofá, sin apartar sus orbes amarillentos de mí. Yo hacía lo mismo. La cosa no parecía tener la intención acercarse más, sólo estaba allí, sentada mientras balanceaba sus pies y tarareaba una canción infantil.

—Sabes, me agradas —dijo, mientras se subía por completo al sillón y comenzaba a gatear en mi dirección. Me paralicé nuevamente. La niña se detuvo mientras su rostro quedaba a unos escasos centímetros del mío—. Realmente me agradas mucho.

Su aliento olía como a vegetales podridos, aunque sus dientes parecían ser perlas relucientes. Movió la cabeza como si fuera a intentar darme un beso en la mejilla, pero bajó más, de tal manera que fui capaz sentir su fétido aliento en mi cuello.

Justo en ese momento, el ruido de la puerta automática de la cochera inundó el lugar. Mis padres habían regresado.

La niña se puso de pie de un salto, para luego subir las escaleras corriendo. No sin antes prometer que jugaríamos en otro momento.

Casi no pude dormir esa noche, ni las siguientes, por temor a la extraña niña. Pero ni una sola vez volví a escuchar sus risas y juegos en el pasillo.


[center]4[/center]

Cerca de tres meses más tarde, me encontraba ayudado a mi madre a acomodar unas cosas en casa de la tía Samanta, quien acababa de morir. Ella en realidad era mi tía abuela, y vivía sola desde que su marido muriera poco antes de que nacieran sus hijos gemelos. Nunca se volvió a casar.

Nos encontrábamos ordenando viejas cajas con fotografías, cuando me topé con una muy antigua que me llamó la atención.

En ella aparecían la tía Samanta, mi abuela y otra niña. Mi abuela era menor que mi tía por cinco años, pero esa otra niña, que estaba a la derecha de mi abuela, quien estaba al centro, parecía ser unos dos años menor que la tía. Traía puesto un vestido blanco de esos que se usaban unos setenta años atrás, en los años cuarenta.

—¿Quién es la otra niña? —pregunté a mi madre.

Ella tomó la fotografía de mi mano y la observó un momento con semblante triste. Luego volvió a guardarla en una de las cajas.

—Era tú tía abuela Isabel —respondió ella, con mirada seria.

—¿Murió? —pregunte.

—Se podría decir. —Parecía distraída, por lo que no presioné a pesar de que tenía curiosidad—.
Desapareció —dijo al fin—. En un viaje a Guanajuato para visitar a tus bisabuelos, se perdió en las calles de la ciudad mientras paseaban una noche. Nunca pudieron hallarla. La verdad dudo que siga con vida.

La foto había quedado hasta arriba de las demás. En un momento de descuido de mi madre, la tomé y la guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón.

Pasó alrededor de un mes, en el que pude dormir tranquilo, confiándome a que el horror que había vivido con ese extraño ente se había terminado. Volví a mi vida normal, aunque las pesadillas volvían a atormentarme de vez en cuando y algunas veces soñaba con aquella niña; pero nada más.

Hasta que finalmente volvió, y esta vez yo estaba preparado.

Esa noche, convenientemente había olvidado cerrar la puerta de mi habitación por dentro, puesto que me había quedado hasta tarde terminando un trabajo de química. Cuando me desperté a las dos treinta de la mañana, de la misma manera en que me había ocurrido la primera vez que la escuché, supe lo que ocurría.

La escuché reír en el pasillo, mientras sus pasitos de acercaban cada vez más a mi puerta. Cuando ella tocó la primera vez, la puerta se entre-abrió, causando que ella riera divertida; aunque con un deje de crueldad. Empujó la puerta. Como estábamos a mediados de primavera yo sólo tenía una sábana para cubrirme en caso de mosquitos. Estaba bajo de esta, pero la luz de la luna llena que se colaba por el pasillo me permitía ver perfectamente la silueta de la niña.

La pequeña se acercó hacia mí, tarareando una de esas viejas melodías infantiles que parecían ser una especie de marca personal en ella. Se detuvo justo al lado de mi cama. La radió sobre mi cabeza tocaba una canción de Mozart cuyo nombre no recuerdo. Las manitas de la niña agarraron la sabana y la jalaron para descubrirme.

—Hola, Raúl —dijo, con ese todo de inocencia fingida—. Esta vez sí vamos a jugar.
Aunque estaba paralizado de miedo, me obligué a mí mismo a tomar algo de valor de cualquier lugar.

—¡Espera Isabel! —exclamé con voz queda, aunque tratando ser lo más claro posible.

La niña, que para ese momento ya se estaba acercando hacia mi cuello, mientras se relamía los labios, se detuvo en seco. Sus ojos me miraron con extrañeza, a la vez que me exigían revelar cómo era que sabía algo tan personal de ella como su nombre.

En un rápido movimiento, saqué la fotografía que durante el último mes había permanecido escondida bajo mi almohada.

Se la mostré a Isabel quien, tras contemplarla un momento con mudo asombro, me la arrebató de las manos. Siguió observando el retrato, y en cierto momento acarició la imagen como si se tratara de un gran tesoro.

—¿Cómo… ? —parecía realmente confundida por el hecho de que yo tuviera algo como eso.

—¿Eres la tía abuela Isabel? —pregunté—. La hermana desaparecida de la tía Samanta y la abuela Ágata.

Ella me volvió a ver con sus ojos amarillos que parecían tener un destello especial por la noche. No había ningún rastro de malicia en ellos, al contrario, parecían verme con genuina dulzura.

—Gracias, hijo —susurró, antes de salir de mi habitación, mientras sostenía la foto en sus manos como su posesión más preciada. Supongo que era lo único que tenía para recordar a sus hermanas.
Nunca más volví a verla ni a escucharla siquiera, y al poco tiempo dejé de soñar con ella. Las otras pesadillas ya no me molestaron tanto después de eso. No luego de haber visto un horror de verdad tangible como lo era, o más bien es, Isabel. No sé qué le habrá pasado cuando niña en ese viaje a Guanajuato, ni que es ella realmente, si un fantasma o algo más. Sólo sé que, de la familia o no, no quiero volver a verla ni a escucharla en mi vida.

Al final, al recordar el terror vivido en mis encuentros con ella, desearía que esas experiencias fueran sólo una pesadilla más. Sin embargo, el miedo y la incertidumbre que me causo, nunca dejaran que tal cosa pase, ni siquiera en mis pensamientos.[/spoiler]

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Re: Relatos y Cuentos [Red de Sombras]

Mensaje por Mataformigues » 19 Feb 2014 17:40

Bueno, alucard70, antes que nada me voy a disculpar. Me voy a disculpar porque, si no me equivoco, leí esta historia el mismo día que la publicaste y, primero por la pereza y más tarde por el trabajo, no me he dignado a comentarla hasta ahora. #-o

Y la verdad es que me gustó, y mucho. Está súper bien redactada, para empezar; y la ortografía es irreprochable. xD Y, como ya comenté al votar en el Reto Literario, esta clase de historias siniestras tiene algo especial que te hace estremecerte, y tú lo captas a la perfección, aquí y en el relato del concurso. Me ha encantado saber más de Isabel, la vampira asesina sin sentimientos más cuqui del mundo. ^^ (Es broma, sé que no es eso lo que pretendes transmitir con tu relato. xD)

Así que espero pronto saber más de este mundo de Red de Sombras... podría salir una cosa interesante. =D>
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Re: Relatos y Cuentos [Red de Sombras]

Mensaje por alucard70 » 26 Feb 2014 06:10

Título: Niña Maldita
Fecha de redacción: Mayo de 2012
Notas: Unos días después de terminada la anterior historia, decidí desarrollar aún más el personaje de Isabel. Esto fue lo que surgió de eso.

Oculto:
Niña maldita


[center]1[/center]

Lo crean o no, alguna vez fui una niña común.

Soy la segunda hija de una familia acomodada de la ciudad de México. Mi padre fue un político muy respetado y mi madre la hija mayor de una familia de clase media-alta del estado de Nuevo León. Tenía una hermana mayor de nombre Samanta, que era dos años mayor que yo, y una hermana menor llamada Ágata, un año y medio menor. Vivíamos en una casa muy bonita, con un amplio jardín, al norte de la ciudad.

En aquellos tiempos mi vida era agradable, ahora no podría decir que realmente tenga una vida.
Mientras escribo esto, me encuentro en el viejo cementerio de San Fernando, de la ciudad de México; en el cual tantas personas ilustres de este país yacen en sus tumbas de mármol.

Los cementerios siempre me han traído paz. Tal vez se deba a que es el lugar al cual, según las tradiciones populares, pertenecen los de mi especie. Aunque yo más bien pienso que es por el hecho de que estos parecen existir alejados de todo lo que me recuerda lo que una vez fui. Los cementerios son pequeñas ciudades hechas para los muertos, y este en especial, está construido a la usanza del viejo siglo XIX. Claro está que yo no viví en ese siglo, sino a mediados del siglo XX, pero aun así me gusta el estilo arquitectónico que se tenía entonces.

Soy una niña eterna. Aunque capaz de razonar como un adulto, los juegos infantiles y la manera simplista de ser de un niño siguen presentes en mí.

Leí en una novela de vampiros, de esas que tanto les gustan a los humanos, que aunque el cuerpo permanecía igual la mente maduraba. Eso es cierto en muchos sentidos, pero también falso. En ocasiones, como ahora al narrar esto, soy capaz de actuar y expresarme como alguien de mayor edad y con más experiencia y conocimientos; pero eso es sólo por la gran cantidad de cosas que he leído, visto y experimentado.

Más, en el fondo aun soy una niña. Todavía busco muñecas a las cuales peinar y ataviar con vestidos hermosos, como aquellos con los que me visto; aún canto rondas infantiles y, en las noches más oscuras y solitarias, busco algún parque vacío, me siento en un columpio y comienzo a mecerme entre risas o tarareando alguna canción infantil. Me siento niña y sólo pienso con madurez cuando estoy en peligro o cuando debo de llevar a cabo lo necesario para mantener mi existencia y saciar mis necesidades.

Al alimentarme, la mayor parte de las veces, pienso como una mujer adulta y un depredador. Aunque algunas otras juego con mis víctimas. Enloquecerlas de miedo antes de alimentarme siempre les da un sabor especial.

A los humanos les aterran muchas cosas, pero ninguna más que una niñita fantasma o un demonio con forma de niño. Para ellos los niños son símbolo de pureza y nada les aterra más que la posibilidad que esa pureza sea corrompida. Un niño malvado o monstruoso es algo impensable para los seres humanos.

El juego con mis víctimas fue lo que motivo a escoger a Raúl. Un chico atormentado por pesadillas, al que era realmente fácil llevar a la locura mediante el miedo. Me deleite con los sueños que su mente era capaz de crear. Quería beber su sangre más que ninguna otra cosa, al tiempo que lo llevaba al colapso, haciendo realidad sus pesadillas. Eso es algo muy divertido para mí.

Dejé que me escuchara en dos ocasiones. Colándome en su casa por la ventana del pasillo del segundo piso, al mismo tiempo que usaba mi poder para despertarlo y hacer que sus padres no pudieran siquiera moverse; en caso de que Raúl fuera a hacer algo tonto como gritar. Aunque eso último era poco probable.

En dos ocasiones lo aterré como ninguna de sus pesadillas podría haberlo hecho jamás. Y luego me mostré ante él, sólo para incrementar aún más ese miedo. Finalmente, la última vez, considerando que ya lo había atormentado lo suficiente, me dispuse a obtener de él lo que quería. Su sangre. Mi alimento.

En el último momento, cuando estaba a punto de encajar mis colmillos en su cuello, él sacó la vieja fotografía. Fue cuando supe quién era él. ¡Mi sobrino nieto!

Había encontrado a la familia de la que me separaran tantos años atrás en Guanajuato, o al menos a su descendencia.

Esa vieja fotografía, tomada en la Alameda Central de la ciudad de México, justo dos meses antes de ese viaje a Guanajuato, removió los recuerdos ocultos en lo más profundo de mi mente durante setenta años.

No atiné a hacer nada más que agradecerle. Luego, tomé la fotografía como un gran tesoro, y me alejé de él. No dañaría a mi familia recién encontrada. Al menos no por el momento.

Esa noche, llegué a la casa de la anciana con la cual estaba viviendo casi al amanecer.

Ella era una mujer de unos cincuenta años, aunque se veía mayor. Perdió a toda su familia en un accidente de tráfico veinte años atrás. Un accidente en el que ella fue la única superviviente. Apenas si vivía de lo que quedaba de una pensión que su esposo le había dejado.

Cuando la encontré, no fue difícil convencerla de que yo era su hija muerta. Al encontrarse en un permanente estado entre la razón y la locura —provocada por el alcoholismo en el que cayó al perderlo todo—, fue relativamente fácil para mí implantarle esa idea en la mente.

—María —dijo, mientras se acercaba a mí para abrazarme. Como siempre permanecí inmutable. Esa mujer sólo me era útil para tener un lugar en donde vivir.

El tener el aspecto eterno de una niña me obliga a hacer ese tipo de cosas. Nadie le rentaría o vendería una casa a una niña de siete años que vaga solitaria en las calles. El dinero no es un problema, siempre puede obtenerse de las víctimas a las que ataco, o incluso manipular a algunos ladronzuelos para que roben por mí. Conseguir una casa donde pasar algún tiempo es más importante que el dinero, o me veo obligada a descansar en casas abandonadas y en los cementerios; honestamente prefiero los últimos, sobre todo los que son viejos y descuidados.

Ignoré a la mujer y caminé hacia la habitación que ella me había asignado. Era pequeña y solamente tenía una cama con un colchón duro y sin almohadas, además de un ropero que estaba a punto de caerse a pedazos; pero no necesitaba nada más.

Me recosté en la cama y saqué la fotografía donde aparecía con mis hermanas. Fue la primera vez en años que mis ojos se llenaron con lágrimas. Gruesas y oscuras lágrimas de sangre.
Recordé como había comenzado todo. Recordé lo pasado en el ya lejano 1941.


[center]2[/center]

Eran años tumultuosos. El mundo estaba en guerra, aunque mis padres no querían que mis hermanas y yo nos enteráramos de lo mal que iban las cosas realmente. Una tarea casi imposible, ya que en el colegio de monjas, donde estudiábamos, todo el mundo estaba por demás enterado de la situación. Además, en ese mes de marzo, comenzó a circular el rumor de que el país entraría a la guerra en favor de los Aliados. Yo no entendía del porqué de esos rumores, pero sí comprendía que si el país entraba en guerra muchas personas serían enviadas al campo de batalla. Había incluso posibilidades de que mi padre tuviera que ir. Ahora comprendo claramente que un diputado no tendría por qué ir al frente, pero en esos tiempos era ignorante de muchas cosas. Yo no quería que mi padre se fuera. Luego me enteraría que México si entró en guerra, pero hasta más de un año después.

Una tarde de viernes, cuando mis hermanas y yo volvimos a casa luego de la escuela, nos encontramos con que nuestra madre estaba preparando unas pequeñas maletas. Extrañadas preguntamos lo que ocurría.

—Su abuela Martina está muy enferma —respondió ella, mientras guardaba uno de sus vestidos en una valija de piel—. Iremos todo el fin de semana a Guanajuato para visitarla.

La abuela Martina era mi abuela paterna. A mí me gustaba mucho ir a su casa durante las vacaciones porque ella vivía en un caserón enorme. Era la casa donde mi padre había vivido hasta que se mudó a la ciudad de México para estudiar leyes en la Universidad. La abuela siempre tenía chocolates y me regalaba una muñeca, muchas de ellas muy bonitas, de porcelana con vestidos suntuosos.

Salimos de la capital en una tarde lluviosa. El viaje duró hasta muy avanzada la noche, por lo que nosotras estábamos profundamente dormidas cuando llegamos a Guanajuato.

La casa de la abuela era un enorme caserón estilo colonial en el centro de la ciudad, muy cerca de la Alhóndiga de Granaditas. Tenía amplios ventanales recubiertos con protectores de hierro forjado pintado de negro. Tres pisos y ocho habitaciones, además de una sala de estar, un amplio comedor, una alacena, una enorme cocina y cuatro baños. En la entrada principal, había una enorme escalera de madera tallada a mano, sus peldaños estaban recubiertos con una alfombra persa color vino y subía hasta el segundo piso.

Con gran cansancio, subí esas escaleras hasta la habitación que la criada había preparado para nosotras en el segundo piso. Me quedé dormida tan pronto mi cabeza tocó la almohada.

A la mañana siguiente, desperté encontrándome con la habitación que usaba cada verano cuando íbamos a esa misma casa a pasar dos semanas de nuestras vacaciones. Era una pieza amplia con tres camas individuales, un closet, cuatro buros, cuatro lámparas y una hermosa vista a un parque a través de un enorme ventanal.

Me levanté. Mis hermanas ya habían salido de la habitación. Rápidamente me cambié de ropa, me puse un hermoso vestido azul celeste que la tía Sofía me había traído de Europa, antes de que estallara la guerra. Me lavé y traté de peinar mi larga cabellera castaña oscura pero no pude conseguir mucho. Más tarde, quizás, mi madre o la criada, Elisa, pudieran peinarme.

Encontré a mis hermanas y a mi padre ya en el comedor, listos para el almuerzo. Me senté justo al lado de Ágata y esperé a que Elisa me sirviera mi plato.

Al poco rato entró mi madre y se dirigió a hacia mi padre. Hablaban en voz baja, tratando de que nosotras no escucháramos nada. Aun así fui capaz de captar algunas palabras: doctor, grave y poco tiempo. Luego mis padres salieron del comedor, antes de eso mamá nos ordenó permanecer allí y almorzar.

—¿A dónde irán? —pregunté, sin comprender muy bien lo que ocurría.

Samanta me dedicó una mirada brillosa a causa de las lágrimas. Ella había estado más cerca, por lo que había podido escuchar mucho más de la conversación de los adultos.

—La abuela está muy mal —respondió, mientras bajaba la mirada al plato de huevos que tenía al frente.

—¿Sé pondrá bien? —pregunté.

Samanta sólo pudo negar con la cabeza.

El día pasó de manera extraña. Un doctor llegó cerca del mediodía y se quedó en la casa hasta el anochecer. Mis padres y Elisa entraban y salían de la habitación de la abuela cada cierto tiempo.
A las cuatro de la tarde, mientras mis hermanas y yo estábamos en la sala de estar jugando con algunas muñecas, mi madre fue a recogernos. Hizo que nos bañaran y nos vistió con nuestra mejor ropa.

Ya bien arregladas, nos llevó al cuarto de la abuela. La habitación tenía un olor raro, como a alcohol y otras cosas. La abuela lucia muy mal, y estaba en cama con un trapo empapado en la frente, el cual Elisa retiraba para volverlo a remojar cada pocos minutos. En una silla al lado de la cama, se encontraba mi padre, se veía cansado y demacrado; pero no tanto como la abuela.

—Acérquense niñas —nos pidió, con voz suave.

De inmediato obedecimos y nos acercamos a la cama de nuestra convaleciente abuela. Allí el olor era más penetrante. La abuela abrió los ojos por un momento y nos dedicó una mirada llena de lágrimas.
Alzó la mano como si pretendiera alcanzarnos, pero de inmediato volvió a caer sobre la cama.

—Mis niñas, tan grandes —dijo, y su voz sonó ronca.

Permanecimos un largo rato allí, hasta que la abuela se quedó dormida. Mamá se volvió hacia el doctor, el cual pareció comprender lo que trataba de decirle. El doctor asintió. No era contagioso.

—Niñas, den a su abuela un beso de las buenas noches —nos susurró nuestra madre.

Luego de obedecerla, Elisa nos llevó al comedor para que cenáramos algo ligero antes de enviarnos a dormir.

Al día siguiente había más agitación en la casa. La tía Sofía llegó muy temprano en la mañana, y casi al instante fue a ver a la abuela. El tío Abelardo, por su parte, estaba en la sala donde sostenía una conversación con el doctor. El primo Jorge, por otro lado, estaba más inquieto que de costumbre. Pero, al rato, la tía Sofía lo regañó más fuerte de lo que nunca había hecho.

Por la tarde, la abuela volvió a dormirse, y esta vez, los adultos se pusieron muy tristes. El mismo doctor del día anterior llegó junto con otras personas, las cuales entraron a la habitación de la abuela y pasaron un largo rato allí. Ninguno de los otros adultos volvió a entrar.

Como a las cinco de la tarde, mientras unas personas con trajes negros comenzaban a llevar enormes candelabros que colocaban en la sala, el tío Abelardo le sugirió a Elisa, quien tenía los ojos rojos, pues había estado llorando, que nos llevara al parque, mientras los hombres de la funeraria se ocupaban de arreglar todo para el velatorio. Según el hombre, lo mejor era que estuviéramos cansadas para que pudiéramos dormir toda la noche y no fuéramos a molestar a los dolientes.
Ese viaje al parque marcaría el último encuentro que tendría con mi familia hasta décadas después cuando me encontrara con Raúl.


[center]3[/center]

Al recordar todas estas cosas, no puedo evitar preguntarme sobre la forma en la que vivió la familia luego de que yo desapareciera.

¿Qué clase de vida habían llevado? ¿Me olvidaron o pasaron el resto de su vida buscándome? Son algunas de las preguntas que han rondado por mi mente durante tanto tiempo.

Quiero saber cómo murieron mis padres, cuando y con quienes se casaron mis hermanas, cuántos hijos tuvieron, cuantos nietos.

El conocer a Raúl, mi sobrino nieto, fue la pista que me llevo a responder algunas de esas preguntas. Así pues, fui en busca de esa información.

Hacía ya más de un mes que no estaba en ese lugar, la casa de Raúl, mi sobrino nieto. Sondeé los pensamientos de sus habitantes. Mi rostro debió de ensombrecerse por la culpa y la tristeza. Raúl tenía aún horribles pesadillas causadas por mis apariciones ante él. Me arrepentí por primera vez en años de dejarme llevar por mis sádicos juegos y deseé nunca haberme topado con ese pobre chico. Pero, por otro lado, me consolaba el hecho de saber que sí no lo hubiera encontrado y elegido cómo a una víctima nunca habría sabido que aún quedaba algo de mí familia humana.

Usando mi poder hice que Raúl me olvidara, al menos por un tiempo, de esa manera tendría algo de descanso. Deseé poder borrar totalmente el conocimiento sobre mi existencia de su mente; pero con el poco poder que poseo, comparado con el de la otra que es como yo, no soy capaz de tal hazaña. Al menos no por ahora.

Pasé entonces a buscar en la mente, no sólo de Raúl, sino de todos los habitantes de esa casa, información sobre mi familia. Me enteré de que Samanta había muerto apenas unos meses atrás, y de que Ágata vivía felizmente con su esposo en Monterrey, desde hacía al menos veinticinco años. Obtuve la información del lugar donde estaba enterrada mi hermana mayor y la dirección donde vivía la menor.

Me dirigí al cementerio donde yacían los restos mortales de Samanta. Me senté sobre la lápida, mientras observaba el grabado con el nombre de mi hermana.

[center]Samanta Martínez Soto
1932–2005
[/center]

Pasé mis dedos sobre el relieve de su nombre, mientras nuevamente las lágrimas de sangre corrieron libremente por mis mejillas.

Allí, sentada sobre la tumba de la que fuera mi hermana querida, rememoré aquella fatídica noche en Guanajuato, cuando mi cuerpo y parte de mi mente fueron estancadas en los siete años por una muerte que no fue muerte, valga la redundancia.

El parque al que Elisa nos llevó era uno enorme. Tenía grandes jardines y un área llena de columpios, resbaladeros y balancines.

Mis hermanas corrieron de inmediato a un tobogán, mientras el primo Jorge hacía lo propio pero hacia uno un poco más alejado. Cómo todo niño de esa edad, no le agradaban las niñas, decía que olíamos mal y prefería jugar solo a hacerlo con una de nosotras. Yo por mi parte siempre he sido muy fanática de los columpios, es lo primero que busco cuando voy a un parque. De inmediato divisé unos, pero estaban totalmente ocupados por unos chicos que jugaban a saltar de estos en movimiento.

Recorrí el parque en busca de unos que no estuvieran ocupados. El lugar era un tanto grande, y había lugares descuidados, donde la hierba crecía sin cuidado y los árboles se alzaban confiriéndole el aspecto de un bosque encantado. Fue precisamente en un lugar así en donde encontré mis anhelados columpios. No me importo que estuvieran demasiado legos del resto, yo sólo quería columpiarme.

El sol, había estado ya ocultándose cuando llegamos al parque, y mientras yo estaba en el columpio, terminó de oscurecer. Las luces del parque se encendieron, aunque las que estaban en el área donde yo me encontraba parpadeaban cada pocos minutos, dejándome en completa oscuridad por unos momentos. Fue en uno de esos intervalos cuando ella apareció.

Recuerdo que cerré los ojos por un instante, mientras trataba de columpiarme más fuerte, en un intento de superar mi marca anterior. Cuando abrí los ojos, ella estaba frente a mí, recargada en un árbol viéndome con sus ojos terriblemente amarillos. Llevaba un vestido blanco sencillo y su larga cabellera negra contrastaba por completo con su piel blanca y de aspecto impío cómo si se tratara de nieve.

Dejé de mecerme y volví la cabeza hacia todos lados, tratando de buscar a alguien más, pues esa mujer me daba mucho miedo. Todos estaban demasiado lejos. Aun siendo una niña, comprendí que había cometido un terrible error al alejarme demasiado del lugar donde Elisa y mis hermanas estaban.
Rápidamente me pues de pie y traté de correr hacia donde ellas se encontraban, pero la mujer fue más rápida. Me tomó por la espalda, levantándome con mucha facilidad, mientras me tapaba la boca con su mano. Traté de liberarme, pateando y forcejeando, pero ella era más fuerte.

—Mi dulce niña —dijo ella en un susurró, tan dulce pero a la vez aterrador—. Te estaba buscando, Sarah.

Lo último que supe antes perder la conciencia, fue que algo filoso como alfileres se clavaba en mi cuello.


[center]4[/center]

No sé cuánto tiempo permanecí inconsciente, pudieron haber sido horas, días o incluso semanas.
Al despertar, me encontré en una habitación desprovista casi por completo de muebles, salvo una cama que rechinaba horriblemente cada vez que me movía. El colchón, la almohada y la manta donde yacía no eran más que un montón de retazos de tela unidos por precarias costuras. Las paredes de ladrillo estaban cubiertas de hollín, dejando ver que en el pasado el sitio había sufrido daños por un incendio.

A la derecha de la cama había una ventana con un marco de madera astillado, que al parecer había sido colocado recientemente, pues no había marcas de fuego en él. No tenía cristales y las persianas que pretendían cubrirla estaban mal colocadas. A través de esa ventana se colaba un aire húmedo y el olor de la lluvia reciente.

Frente a la cama había una puerta de madera la cual si parecía haber estado en el fuego.
Me pues de pie y caminé hasta la ventana. De inmediato noté que mi vestido estaba sucio y olía a sudor. El olor era penetrante, además, estaba mezclado con un olor dulzón que de inmediato hizo que mi estómago sintiera hambre. Pero no era un hambre común, era como tener sed y hambre al mismo tiempo. Mi boca se sentía seca y una sensación extraña, como sí en lugar de estómago tuviera un hueco, me recorría el vientre.

Con paso ligero, a pesar del malestar, seguí avanzando hasta la ventana. Me encontré con una vista magnifica de Guanajuato al atardecer. La casa estaba ubicada en uno de los cerros cercanos a la ciudad.

Me aparté de la ventana y volví mi mirada hacia la puerta. Con paso ligero comencé a avanzar hacia está.

Mis manos de llenaron de tizne cuando empujé la plancha de metal carbonizada, la cual se abrió con un rechinido debido al oxido de las precarias bisagras.

Me encontré con una habitación en penumbras, aunque extrañamente era capaz de distinguir perfectamente cada detalle del lugar.

La pieza contenía muebles antiguos que parecían haber sido sacados recientemente de un incendio. Las paredes lucían un estado mucho peor que las de la habitación anterior. En el centro, se hallaba una mesa en mucho mejor estado que el resto del inmobiliario; pero no era cualquier tipo de mesa: era de metal.

Más no fue la mesa en sí lo que más me llamó la atención, sino lo que había en ella. Sobre la mesa yacía el cuerpo de un niño harapiento.

Me acerqué y lo observé con cierto asombro.

El hambre rugió dentro de mí y la sed parecía haber transformado mi boca en arena. El olor dulzón que había percibido antes era más fuerte y provenía de ese niño. El chico estaba vestido con restos de tela remendados que simulaban ser ropa. Tenía una cabellera negra, grasosa y pastosa debido a las plastas de tierra y sudor que la impregnaban. Su piel no estaba en mejor estado, tenía un aspecto cenizo y demacrado, además de que parecía no haber sido la lavada en mucho tiempo.

—Sarah, querida, que bien que despertaras —dijo una voz desde alguna parte de la habitación.
Surgida de la misma oscuridad, apareció aquella mujer que había visto en el parque. Sus ojos amarillos, que en otro momento me habían parecido monstruosos, me miraban con una ternura que me recordaba mucho a mi madre. Su piel blanca contrastaba con la noche recién caída. Era como si no hubiera otro lugar para ella.

—Mi nombre es Isabel —le corregí, con la inocencia infantil destilando de mis palabras.

La expresión de la mujer pareció turbarse un momento, antes de volver a verme con esa expresión maternal. Soltó una carcajada que sonaba jovial y con un cierto deje de locura. Se acercó a mí con rapidez y me tomó en brazos, antes de dar algunas vueltas por la habitación. Me besó en ambas mejillas y me estrechó contra sí, de la misma manera que yo hacía con mis muñecas cuando jugaba a ser su mamá.

—Mi dulce niña, cuando bromeas de esa manera me recuerdas a tu padre.

—¿Mamá? —pregunté con voz temblorosa. En el fondo era consciente que esa mujer no era nada más que mi secuestradora, pero de alguna manera estaba comenzando a caer bajo el influjo de una fuerza extraña. Los recuerdos de mi verdadera madre parecían adormecerse, mientras la figura de esa mujer ocupaba lentamente su lugar.

—Pareces hambrienta, Sarah. —Me depositó en el suelo y luego me guío hacia niño, el cual parecía estar por despertar—. Necesitas comer bien.

Con su mano empujó mi rostro hasta que mis labios parecieron besar el cuello de ese niño.

Sentía la vena principal del chico palpitando contra mis labios y pude escuchar con toda claridad cada latido de su corazón.

El hambre y la sed aumentaron hasta volverse insoportables. Todo a mí alrededor pareció dejar de existir. Todo a excepción de ese chico y mis necesidades básicas. Mi boca se abrió, dejando al descubierto los colmillos largos y filosos que habían remplazado a mi dentadura humana.

Asenté la primera mordedura fatal. El chico despertó y trató de gritar, pero instintivamente tapé su boca con mi propia mano. La presión que ejercía era tal que en determinado momento su mandíbula cedió quebrándose bajo mi fuerza, pero aun así no le solté.

Mientras mi boca había comenzado a sorber de la vena abierta. La sangre fluía en un torrente de sensaciones, calmando mi sed y saciando mi hambre. El corazón del niño latía cada vez más lento, mientras el mío aceleraba su ritmo a medida que su sangre era absorbida por cada célula de mi cuerpo para ser depositada en mi sistema circulatorio, remplazando mi propia sangre, la cual ya había sido consumida por madre.

Una vez que la sangre del chico se agotó, madre me alejó de él.

—Sarah, ve a tú habitación mientras recojo la mesa.

Hice lo que madre me pidió.

Entré a la misma habitación donde había despertado. Me recosté en la cama y fijé mi vista en el techo con sus vigas ennegrecidas por el humo de un incendio sucedido demasiado tiempo atrás. Sin saber porque, comencé a sentir muchas ganas de llorar, pero el llanto jamás se presentó. Pasarían años hasta que pudiera llorar nuevamente, cuando ella muriera frente a mí.

Cuando madre volvió, me tomó en sus brazos y luego me llevó hacía un sótano. Bloqueó la puerta con un gran tablón de madera y allí dormimos por mucho tiempo, hechas un ovillo contra una de las esquinas del lugar.

Así fue nuestra vida por mucho tiempo, tal vez años. Alimentarnos, yo de algún pobre niño sin hogar o de alguno sustraído de las casas pobres o de las granjas cercanas a nuestro refugió; ella de cualquiera que se cruzara en su camino.

Madre estaba loca, esa es la única conclusión a la que puedo llegar ahora, cuando vuelvo la mirada hacia el pasado.

Tengo una conjetura al respecto. Ella perdió a su hija mucho tiempo atrás, y comenzó a buscar un reemplazo. Yo sólo fui una víctima más de sus vagos intentos por tratar de recuperar algo que ya no existía.


[center][center]5[/center][/center]

El recuerdo de la tumba de Samanta aún estaba fresco en mi mente, mientras me recostaba en la cama. Esa noche, cuando llegué a casa de aquella mujer, la anciana nuevamente tenía un plato de comida ya fría esperándome en la cocina. Como cada noche, lo comí, aun cuando luego tuve que vomitarlo en el retrete. Esa mujer esta tan convencida de que yo soy su hija muerta igual que madre lo estuvo alguna vez.

Luego de leer algunos libros sobre psicología, he llegado a la conclusión de que busco a mujeres en un estado de locura similar al de madre para que hagan de mis protectoras. Debe ser una extraña patología la que me hace buscar algo familiar a lo que fue la figura materna que tuve al comenzar con esta no-vida. Aunque, lo más probable es que lo hago por resultar más fácil y más cómodo para mí. Nunca lo sabré realmente.

Madre era dulce en su trato conmigo y una fiera cuando alguien parecía amenazar nuestra falsa felicidad. Pero, a pesar de todo, ella nunca podría conseguir que yo olvidara a mis padres reales, y a la familia que me obligó a abandonar. Ella suprimía mis recuerdos de ellos con sus poderes, aunque parecía no darse cuenta de ello. Pero, conforme pasaban los meses y los años, mis propios poderes crecían, causando que poco a poco lograra liberarme de su influjo.

Sucedió en algún momento de los años cincuenta. Mi poder era lo suficientemente grade para liberarme totalmente de su hechizo. Ella lo intuía, de eso estoy segura, ya que semanas antes de que me alejara definitivamente de ella, se volvió más posesiva y trataba de controlarme en todo momento.

Cuando mis recuerdos sobre mi vida mortal estuvieron completamente restaurados, comencé a buscar información sobre lo que estaba pasando realmente en el mundo.

Mi mente, como ya he dicho antes, es capaz de actuar maduramente en ciertos momentos, y esa misma madurez me instaba a buscar conocimiento.

Robaba diarios y libros de las casas en las que madre y yo nos colábamos en busca de alimento. Comprendí cuanto habían cambiado las cosas en esos años. La guerra de la que se hablaba cuando yo tenía siete años había acabado en 1945. México había entrado en ella, aunque su participación en el conflicto fue efímera, comparada con la de otros países. Pero eso no era lo que me importaba, quería saber sobre mis padres. Pero, como es obvio, no encontré nada sobre ellos en ninguna de las publicaciones que pude leer. Ellos no eran tan importantes como yo había pensado antes.

Cuando estaba por rendirme, encontré un pequeño artículo sobre mi padre en una vieja revista sobre política.

Tras la desaparición de su hija, Aurelio Martínez, se sumió en una depresión. Una vez finalizada su diputación en 1943 no volvió a presentarse para ningún cargo público y dedicó el resto de su vida a buscar a la pequeña Isabel, a quien había buscado con ahínco y desesperación desde que desapareciera en la ciudad de Guanajuato en marzo de 1941.

Aurelio Martínez, quien murió a los cuarenta y siete años, tuvo una corta pero fructífera carrera política. Una lástima que uno de los más prometedores políticos de su época haya tenido que dejar su carrera. Se sabe que hasta sus últimos días siguió buscando a su hija, con la esperanza de algún día tenerla entre sus brazos nuevamente.
Le sobreviven…

No fui capaz de saber nada más ya que faltaba un pedazo de hoja. El artículo estaba adornado con una imagen de mi padre. En la fotografía se veía demacrado y envejecido, a pesar de que aún no llegaba siquiera a los cincuenta años. Ese fue otro de los muchos momentos en los que deseé realmente poder derramar lágrimas, aunque fueran de sangre. Pero jamás sucedió. La figura de mi padre ya no significaba nada más allá de una sombra del pasado.

Pasé las noches siguientes y también gran parte de los días observando esa imagen. Hasta que en un momento de desesperación la hice pedazos. ¡Ese no era el hombre al que había llamado padre! Mi padre era un hombre de cabellera negra y ojos vivaces, no un anciano prematuro de cabellera gris y ojos apagados.

La realidad me golpeó con su poderoso puño. Toda la vida que alguna vez tuve estaba destrozada. Tal vez mi madre también estaba muerta. E incluso alguna de mis hermanas. Aunque el reportaje indicaba que aún quedaban algunos miembros de mi familia, siempre podían referirse a sobrinos, primos o algún otro familiar. No sabría nada más de mi familia hasta que me encontré con Raúl, más de medio siglo después.

Una noche, cuando llegué a casa, luego de haber estado largo rato en un parque cercano jugando en un viejo columpio, madre me esperaba. Se veía más sombría y triste de lo que nunca antes la había visto. No le di mucha importancia a ese hecho, hasta que posé mi mirada en la misma mesa donde años atrás bebí mi primera sangre. Allí había una niña, de mi estura, con el cabello castaño oscuro y del mismo tamaño que él mío. Era mi reemplazo.

—Te esperábamos, Isabel —dijo madre, y su voz esta vez era fría y distante. Ya no estaba convencida de que yo era su hija perdida—. A Sarah no le gusta compartir, por eso debo de asegurarme de que sea hija única. Sé que lo comprendes, querida.

Fue muy veloz, en un instante la tenía sobre mí. Me sujetó por el cuello con ambas manos mientras su cuerpo me aplastaba el pecho y el estómago. Sus manos parecían de acero, mientras ejercían presión sobre mi tráquea. Pero yo permanecí inmóvil. Mi cuerpo no necesitaba otra cosa más que sangre, por lo que la perdida de oxigeno no era realmente importante.

Fijé mis ojos en los de madre dedicándole una miraba indiferente. No me importaba lo que hiciera conmigo, de hecho, si ella sabía una forma de destruirme, deseé que la usara en ese mismo momento. Ella pareció intuir esto, pero algo en mi manera de verla hizo que me soltara y se alejara de mí.

—¿Cómo lo haces, niña? —preguntó, mientras se agazapaba contra la pared ennegrecida y me miraba llena de preocupación.

—¿Hacer qué? —pregunté, sin comprender ese cambio de actitud en ella.

—No te importa morir. —No era una pregunta, pero me hizo pensar.

—No —respondí finalmente, mientras me ponía de pie y me acercaba a ella—. Si realmente sabes cómo, mátame.

Pero ella rió, de la misma manera que lo había hecho esa primera noche tantos años atrás. Aunque, poco a poco, la locura en su risa se iba esfumando, hasta que quedó solamente la jovialidad.

—Isabel, eres más fuerte de lo que esperaba —dijo, tras dejar de reír, y por una vez me pareció realmente cuerda—. Si no fuera porque debo cuidar de Sarah te adoptaría, niña. Ve, sal al mundo y muéstrales lo fuerte que eres, hazlo por mí, por tú madre que te ha criado tan bien.

Cerré los ojos resignada. Si ella sabía o no como destruirme, no me lo diría, y por supuesto tampoco lo haría. Sabía que no tenía sentido pedírselo, ella nunca aceptaría tal cosa. Estaba, de una manera retorcida y terrible, orgullosa de mí, de su hija inmortal.

—¿Cuál es tú nombre? —Durante años ella había sido sólo “madre”, y yo necesitaba saber que ella realmente tenía un nombre.

—Frida —respondió ella mientras me dedicaba una sonrisa maternal—, nunca olvides mi nombre, hija.
No recuerdo si respondí algo luego de eso, pero estoy segura de una cosa: jamás olvidare de ese nombre. No podría hacerlo, después de todo, ese es el nombre de quien me alejó de todo lo que amaba y me condenó a esta existencia. Por ella he matado, he destrozado vidas y seguiré haciéndolo por toda la eternidad. Por ella casi mató a mi sobrino-nieto.

Me di la vuelta y abandoné ese lugar. Nunca más volvería a verla. Pero sé que aún sigue buscando a una hija que nunca volver a estar con ella. Y muchas niñas sufrirán lo que yo he sufrido durante tantos años.

Aun no me queda claro si ella realmente sabía cómo destruir a uno de los nuestros. Tal vez por eso creyó que podía hacerlo matándome cómo a un humano cualquiera. Si es así, tal vez hay un montón de niñas monstruosas iguales a mí vagando por el mundo y tratando de saber por qué han tenido que sufrir este destino.

En todo caso, no me interesa saberlo realmente. Es más fácil tratar de olvidar el pasado. Mi objetivo ahora es simplemente concentrarme en seguir adelante.


[center]6[/center]

Luego de dejar a Frida, fui a la casa de la abuela Martina.

La casa era ahora una pequeña pensión administrada por alguien que no tenía relación con mi familia. No pude encontrar nada allí que me resultara realmente interesante, por lo que decidí marcharme sin siquiera tratar de obtener información del paradero de mi familia.

Vagué unos días por la ciudad de Guanajuato, pero estaba demasiado cerca de Frida, lo cual me hacía sentir mal.

Encontré a mi primera protectora, una mujer con una historia no muy distinta a la de esa anciana con la que viví hace poco. La usé para viajar por las ciudades más importantes del estado. Residí con ella en León por un tiempo, luego Irapuato, Celaya, Dolores. En Dolores mi protectora murió, y haciendo uso de mis poderes, logré abordar un tren hacia Guadalajara.

Continúe recorriendo varios lugares del país, a veces con protectores, otras valiéndome de mis poderes.

Finalmente, en 1998, llegué a la ciudad de México. La capital había cambiado mucho y yo no recordaba en que parte quedaba la casa donde había vivido mis años mortales. Y aunque lo hiciera, no la hubiera podido encontrar. En el 2003 me topé con la mujer que he mencionado tantas veces, quien desde entonces fue mi protectora.

Una noche, vagaba por las calles solitarias de la parte sur de la ciudad, cuando mi mente captó la de un chico atormentado por pesadillas. Sin saberlo, había encontrado a mi familia mortal.


[center]7[/center]

Eso es todo lo que necesitaba contar. Un deshago, si se quiere.

Dudó que alguien vaya a leer esto algún día. Así que simplemente dejare estos papeles aquí, ocultos en el cementerio San Fernando. Lo más probable es que en cuanto llueva la tinta con la que lo he escrito se corra y las hojas se vuelvan una pasta inservible.

Si eso no ocurre, quien lo encuentre es libre de creer o no todo esto. La verdad me da igual.
Si ese alguien se lo pregunta: sí, he matado a la mujer con la que estuve viviendo los últimos dos años. De cualquier manera ella necesitaba la paz que le he dado.

Ahora me dirigiré hacia el norte, a Monterrey, donde está la última de mis hermanas. Tardare en llegar. para mí los viajes son largo, más aún si debo cruzar medio país; pero creo que vale la pena.
Tal vez, algún día en el futuro, regrese a ver cómo está Raúl. Puede que incluso él se convierta en mi compañero. Después de todo, ahora tengo una idea de cómo podría crear a más seres como yo. Nunca se sabe, algo de compañía nunca viene mal. Y si es de la familia mejor aún.
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Re: Relatos y Cuentos [Red de Sombras]

Mensaje por alucard70 » 24 Abr 2014 17:18

Una disculpa por el doble post, pero no me cabía la historia en el post anterior:

Título: Karina
Fecha de redacción: Julio de 2013
Notas: Este relato en realidad no era independiente, sino que se encontraba dentro de la primera novela de Red de Sombras, cuando decidí incluir a Isabel dentro de ella.
Oculto:
[center]Karina[/center]

[center]“Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro,
la enfermedad es casi incurable.”

– Voltaire[/center]

[center]1[/center]

No dejarse ver. Esa era la regla que su madre, Frida, le había enseñado. Pero para Isabel resultaba demasiado complicado el cumplirla en algunas ocasiones. Le gustaba jugarle bromas a la gente, hacerse pasar por una niña fantasma y aterrarlas. A veces pensaba que se alimentaba tanto de su miedo como de su sangre.

Pero incluso ella cometía errores. Y uno de esos errores fue dejarse ver por las personas equivocadas. Lo curioso del caso es que no había sido su intención, fue un mero descuido. Uno por el que pagaría caro.

Isabel era una niña eterna, transformada en un ser hematófago condenado a vivir en las sombras del mundo, errante en la oscuridad en busca de su sustento. Habían transcurrido poco más de tres décadas desde que había dejado su humanidad atrás, así que realmente recordaba muy poco de cómo ser una niña humana. Pero, ¡oh ironía!, de pronto estaba allí, en la recepción de un orfanato esperando a que una de las empleadas del lugar y los oficiales que la habían recogido de la calle firmaran sus papeles de admisión.

—¿Cuál es el nombre? —preguntó la empleada, para poder completar el registro.

—Isabel —respondió uno de los oficiales.

—¿Algún apellido?

—No ha querido decir alguno.

La mujer suspiró, antes de dirigir su mirada a Isabel y sonreír con dulzura.

—¿Sabes cuál es tu apellido, pequeña?

Isabel se quedó callada, fingiendo estar asustada, pero realmente evaluando si le era o no conveniente revelarlo. Finalmente opto por hacerlo. Su apellido era común, no serviría para rastrearla una vez que se marchara de allí.

—Martínez —respondió, con un tono de voz bajo, que emulaba la timidez de un niño común. Muchas veces en el pasado se había tenido que valer de tácticas como esa, así que no era realmente muy difícil para ella llevar a cabo tal actuación.

Finalmente —una vez que el papeleo estuvo terminado—, los oficiales se retiraron y, la señorita que hizo el registro, la guió hacia el comedor del orfanato. El lugar era una habitación amplia en donde, divididos en varias mesas, al menos una treintena de niños se apretujaban entre ellos esperando su desayuno.

Era extraño, jamás, ni siquiera en su vida humana, había visto a tantos niños en un solo lugar. Menos aún niños como esos, con caras pálidas y sucias; cabelleras grasosas y ropas raídas que parecían no haber sido lavadas en mucho tiempo; y, por supuesto, el olor del sudor y la mugre que expedían sus cuerpos. Y sobre ese hedor, la sangre que corría por sus angostas venas.

Un suspiro escapó de sus labios. La mujer le sonrió ante esto.

—No te preocupes, Isabel, estoy segura que pronto harás amigos.

Claro, ella no tenía forma de saber el verdadero significado detrás de aquella acción. Isabel no sabía cuánto tiempo podría resistir antes de terminar bebiendo la sangre de todos esos niños.

—¡Su atención! —vociferó la señorita para atraer la atención de los niños. Estos de inmediato se volvieron, fijando sus miradas más en la niña nueva que en la mujer. Sus expresiones iban desde la repulsión hasta la simpatía. Isabel, por su parte, se limitó a parecer tímida; esperando que eso los disuadiera de acercarse—. Ella es Isabel —anunció la mujer—, a partir de hoy vivirá con nosotros. Por favor, sean amables con ella y traten de hacerla sentir cómoda.

—¡Sí, señorita Blanca! —corearon los niños.

—Ve a sentarte, el desayuno se servirá pronto —dijo la señorita, antes de volver hacia la recepción del lugar.

Isabel se quedó de pie en donde estaba. La mirada de los niños fija en ella. Finalmente, sabiendo que llamaba más la atención quedándose allí, fue a sentarse en el rincón más alejado que pudo encontrar.

Los niños pronto parecieron olvidarse de ella y volvieron a sus asuntos. Sin embargo, con su oído hipersensible, era capaz de escuchar con claridad cada uno de los cuchicheos sobre ella. Se recostó en la mesa. Lo mejor que podía hacer era escapar de ese lugar lo más pronto posible.

—Hola —una voz tímida y algo temblorosa la hizo incorporarse.

Junto a ella se encontraba una niña de unos siete años. Su cabellera oscura estaba recogida en unas coletas, las cuales tenían un aspecto extraño, al parecer quien las había hecho no tenía muchas nociones de simetría. Su piel era pálida y enfermiza, como la del resto de los niños. Pero había algo más, Isabel podía oler la enfermedad en su sangre. La chiquilla estaba desahuciada, aunque era posible que no lo supiera. Tal vez sus cuidadores sí.

—¿Qué pasa? —preguntó Isabel, dispuesta a jugar su papel.

—Bueno… —La niña bajó la mirada y comenzó a jugar con los bordes de su blusa—. Yo…

—¡Vamos, dime! —Isabel se dio cuenta de que su voz había sonado más áspera de lo que pretendía, ya que la chiquilla dio un respingo.

—Volveré después —medio murmuró y se dio la vuelta.

—¡Espera! No quise ser grosera. Yo sólo…

—¡Esta bien, no importa! Sólo quería saber si quieres compañía. Debe ser muy feo ser la nueva, no tener amigos, y… eso.

—Puedes sentarte, si quieres.

La chiquilla sonrió y tomó asiento junto a ella.

—Mi nombre es Karina.

—Isabel, aunque creo que ya lo sabías.

El desayuno se sirvió poco después de eso. No era más que un huevo estrellado, un vaso de leche y tres tortillas para cada uno de los niños. Isabel no tocó la comida, dado que no la necesitaba, pero Karina comió su parte con gran entusiasmo. Y no era la única, todos en ese lugar devoraban los alimentos como si fuera la última comida de un condenado a muerte.

—¿No vas a comer lo tuyo? —preguntó Karina, al ver que Isabel no comía absolutamente nada.

—No —respondió, luego empujó su plato y su vaso hacia la otra niña—. Puedes tenerlo, si lo quieres. Yo comí algo antes de venir aquí.

La niña comenzó a comer con ahincó los alimentos extra. Se notaba que el orfanato no tenía los recursos necesarios para alimentar a los niños de la manera adecuada.

Ese fue el primer contacto de Isabel con Karina, quien pronto se convertiría en su mejor amiga. Su primer amiga en décadas.


[center]2[/center]

Isabel no escapó ese día del orfanato, y tampoco en los días que le siguieron. Pasó una semana, y ella había encontrado una cierta comodidad en ese lugar. El no tener que pasar sus noches en busca de alimento o viajando para encontrar un nuevo refugio, era un gran alivio. En cierta forma era como volver a sus días en Guanajuato, cuando vivía en aquella vieja casa en ruinas con Frida.

Por otro lado, había nacido una amistad entre Karina y ella. Karina era alegre y simpática, aunque algo tímida en ocasiones, como ya había constatado la primera vez que se vieron. Con ella había descubierto que aún podía ser una niña. Tal vez la supuesta madurez que parecía haber experimentado en sus treinta años de no- vida era falsa, y esta era su verdadera personalidad.

Pero no todo era fácil para Isabel. Nunca puede serlo para los seres como ella, e invariablemente necesitaba sangre. Así pues, no le quedó de otra que escaparse cada dos días durante la noche en busca de alimento. Mataba a vagabundos o a borrachos, como siempre lo había hecho. Y algunas veces a niños de la calle.

Debía ser muy cuidadosa en sus escapadas nocturnas. Siempre corría el riesgo de ser descubierta por una de las cuidadoras o de los otros niños.

Por otro lado, la salud de Karina había mejorado un poco. Era de esperarse, después de todo Isabel siempre le daba su parte de la comida. Y cuando su amiga le cuestionaba por qué siempre respondía lo mismo mientras sonreía:

—Yo no lo necesito. —Era la verdad.

Claro que había veces en que no podía evitar tener que ingerir la comida, ya que si alguien sospechaba algo todo podía echarse a perder. Así pues, cuando había miradas indiscretas, no tenía más remedio que consumir sus alimentos. Después lo expulsaba como vomito en el baño, algo desagradable aunque era un precio justo por permanecer allí todo lo que le fuera posible.

Había una parte de ella, su instinto, que le urgía a dejar de jugar a ser una niña huérfana común y volver a la existencia solitaria que siempre había llevado; pero la acallaba. Quería disfrutar de esas comodidades ahora que podía, no le apetecía volver a las calles en esos momentos.

Pero, como es de esperarse, había una parte de los niños que la despreciaba. Los niños son diferentes a los adultos. Un niño aún sueña cosas fantásticas, aún cree que hay un monstruo debajo de la cama y, por lo tanto, aún ve lo que los adultos se niegan a ver. Algunos de los niños del orfanato lo sabían: Isabel no era normal.

Y uno de esos niños era Pablo, el hermano mayor de Karina, de doce años. Era un chico alto y delgado, con cierta reputación de busca pleitos en el lugar. Un orfanato es, a final de cuentas, como una escuela, y en toda escuela siempre hay niños que se meten en problemas cada dos por tres, ya sea por alguna pelea o por molestar a sus compañeros. En ese orfanato ese era Pablo. Y desde el primer momento decidió que no le agradaba Isabel. Él había visto a través de la cortina de humo.

Así pues, Pablo tomó como su misión personal el conseguir que todos los otros chicos del orfanato, sus amigos y rivales, se alejaran de tan extraña chica nueva. Huelga decir lo molesto que se puso cuando se dio cuenta de que su hermana era la mejor amiga del monstruo.

Una tarde, en la cual Isabel se había ido temprano a dormir —dado que la noche anterior había salido de caza—, Pablo aprovechó el momento para hablar con Karina.
Se acercó a ella en el patio de juegos, fingiendo naturalidad.

—¿Cómo estás? —preguntó, mientras se sentaba junto a su hermana, quien apilaba pasteles de lodo en el suelo.

—Bien —respondió Karina, sin apartar su concentración de lo que hacía.

—¿Ya no has tenido tos?

—No mucha.

—Eso es bueno.

—Sí.

Prosiguieron así, sin hablar de nada realmente durante un tiempo. Y finalmente, Pablo creyó oportuno introducir el tema que lo había llevado a hablar con su hermana.

—¿Dónde está tu amiga? —preguntó.

—Se fue a dormir temprano. Estaba muy cansada.

—Ah, sí. —Guardó silencio un momento, evaluando como seguir—. ¿Ella es una buena amiga?

—Sí, la mejor que he tenido. —Una sonrisa de dibujó en el rostro de Karina. Pablo frunció el ceño ante este gesto.

—Sabes, algunos chicos dicen que ella… bueno… ya sabes.

Karina se tensó y levantó la mirada para enfrentar a su hermano.

—¿Dicen qué?

—Bueno, ella es rara. Sabes, la han visto vomitar todo lo que come. Y cuando están cerca de ella sienten escalofríos… como si fuera un fantasma o… —Lo último lo dijo en un susurro, dejando la frase al aire para que tuviera mayor efecto.

—Isabel es buena, no sé de dónde sacan tantas tonterías.
Pablo suspiró.

—Karina, ¿vas a decirme que realmente no sientes nada extraño en ella? Es como… no sé. Sólo aléjate de ella. No es buena.

—¡Eres un idiota! —Dicho eso, se levantó dejando a su hermano muy molesto atrás.

Karina no le contó esto a Isabel, prefiriendo que las cosas siguieran como estaban. Para ella era agradable. Isabel parecía saber siempre lo que pensaba, y por lo tanto entendía perfectamente cómo se sentía en determinadas ocasiones. La consolaba cuando estaba triste, y le hacía compañía cuando su toz y la fiebre se presentaban tan fuertes que le era imposible salir a jugar.

Pero tampoco podía evitar sentir que había algo triste en la forma en la que Isabel la miraba. La misma mirada que las encargas y el doctor Octavio, quien iba cada pocos días a ver cómo estaban los niños, le dirigían cuando estaba enferma, que era muy a menudo.

Pasaron las semanas, y todo parecía haberse estancado en una monotonía agradable. Aunque su hermano de vez en cuando seguía insistiéndole en que lo mejor sería que se alejara de Isabel.

Y luego, una noche, exactamente dos meses después de que Isabel hubiera llegado al orfanato, se levantó en la madrugada para ir a tomar agua. Su sorpresa fue grande al darse cuenta que la cama de Isabel estaba vacía. Creyendo que sólo había salido al baño, decidió esperar a que regresara.

Finalmente el sueño la venció. Soñó que Isabel entraba por la ventana y luego la acomodaba en su cama al verla dormida en una posición incómoda, dado que se había quedado dormida mientras estaba sentada.

Al despertar, estaba perfectamente arropada en su cama.


[center]3[/center]

La gente se da cuenta de las cosas extrañas, sobre todo cuando estas involucran muertos. Y eso fue precisamente lo que ocurrió. El que los vagabundos y ebrios aparezcan muertos en la calle no es una novedad en las ciudades grandes. Pero que todos mueran con los mismos síntomas ya es otra cosa. Y eso fue lo que las personas que vivían en las cercanías al orfanato notaron.

Los muertos aparecían con la piel morada, marcas de mordidas en el cuello y sin ninguna gota de sangre. Es entonces que aparece la superstición. Se busca los culpables, y en México este tipo de muertes tienen un culpable obvio en el folclore popular: la chupada de la bruja.

Pero, fue cuando algunas personas comenzaron a asegurar ver a una niña de apariencia monstruosa prenderse del cuello de los desdichados y succionarles la sangre, que las cosas realmente se salieron de control. Sobre todo entre las personas de bajos recursos y, por lo tanto, bajo nivel educativo, quienes se sugestionan y buscan culpables sobrenaturales con más facilidad.

Las personas, aterradas por lo que pasaba, recurrieron al párroco local; un sacerdote anciano y conservador, que aún asustaba a sus feligreses con cuentos de diablos y brujas que secuestraban niños y arruinaban los alimentos.

—Está claro que hay una bruja entre nosotros —declaró el hombre, tras escuchar los testimonios de las personas—. Es nuestro deber cristiano hacer frente a la amenaza. Bien lo dice la Biblia: “No dejarás que la bruja viva”. Así pues, cumplamos las escrituras, hermanos y hermanas, busquemos a la bruja y démosle muerte.

El clamor de los feligreses se dejó oír en la iglesia. Encontrarían a la “bruja” y la llevarían a la justicia divina. Tal como ocurriera siglos atrás, el fanatismo y la confusión los guiarían para cometer un grave error.

Uno de los que estaban presentes en esa reunión, era don Jacinto, un anciano dueño de una frutería que solía llevar algo de fruta fresca para los niños cada fin de semana, y esa misma tarde pasó por el orfanato.

—¡Es cierto, lo vi yo mismo! —decía muy convencido, mientras hablaba con la señorita Blanca.

—¿Una bruja, eh? —respondió la mujer—. Mire, don Jacinto, yo lo respeto por lo que hace por estos pobres niños. Pero no puede esperar que crea en brujas en pleno siglo XX. No son más que cuentos.

—¡Pero si el mismo padrecito lo confirmó! No hay duda, tanto muertito de los últimos días se debe a eso. En mi pueblo pasaba lo mismo cuando yo era chamaco. Se los chupó la bruja.

Blanca suspiró con resignación.

—Cuando era niña mi padre nos contaba lo mismo, pero yo tenía entendido que a las brujas sólo les interesaba la sangre de los bebés de cuna.

Don Jacinto se quedó callado ante esto. Pero al poco volvió a insistir.

—Bueno, puede ser, pero de que hay una bruja en las cercanías no hay duda. El padrecito ya la está buscando.

—En lugar de buscar brujas debería de ocuparse de cuidar la iglesia. Se está cayendo a pedazos.

Dicho eso, Blanca se dispuso a continuar con los suyo; pero al volverse se topó con Isabel quien al parecer había estado detrás de ella escuchando la conversación.

—¿Qué haces aquí, pequeña?

—Nada, yo sólo… —se interrumpió. Su mirada se fijó en don Jacinto, quien la veía como si se tratara del mismo demonio. Era una suerte que Blanca estuviera de espaldas al anciano.

“Tú nunca me has visto”, las palabras de Isabel se grabaron en la mente del anciano, quien de inmediato puso una expresión de sorpresa en su rostro.

—Isabel, vuelve a jugar con tus amigos.

La niña asintió con la cabeza y volvió a la sala de juegos, donde la esperaba Karina.

Su mente estaba ocupada en lo que había escuchado. Era momento de irse, algo que tenía que haber hecho antes de que las cosas llegaran hasta ese punto. En fin, había sido bueno mientras había durado.


[center]4[/center]

Esa era la noche. No podía posponerlo más tiempo. Pasó todo el día jugando con Karina, tratando de que el último día que estaría con ella fuera el más feliz de la niña. Se lo debía, después de todo ella le había mostrado que aún quedaba algo de humanidad en ella, por más que la sangre de Frida en sus venas se empeñara en hacerla olvidarse de eso.

Pablo había hecho otro intento de alejarla de ella. Isabel estaba enterada de esto desde el principio. No pasaba nada en ese lugar sin que ella se diera cuenta de ello. Era tan fácil como leer las mentes de todos para saberlo. Bien, esa noche finalmente Pablo tendría lo que deseaba, pero no por sí mismo, sino porque para Isabel ya era demasiado peligroso seguir en ese lugar.

—¿Recuerdas a tus padres? —La pregunta de Karina la tomó por sorpresa. Estaban ya acostadas cada una en su cama, casi era la hora de dormir.

Isabel guardó silencio. No sabía cómo responder a eso. Hacía mucho que no pensaba en sus padres y en sus hermanas. ¿Vivirían ellas todavía? Esperaba que sí. Tenía la certeza de que sus padres estaban muertos.

—Algunas veces —respondió finalmente—. Sé que mi padre me buscó hasta el final. Me enteré por los periódicos.

—¿Te buscó? ¿Estás perdida?

—Fui secuestrada. Eso fue hace mucho, no he visto ni vuelto a saber de mis padres en… mucho tiempo.

—¡Díselo a la señorita Blanca! Seguro que ella te ayudara a encontrarlos.

—No. Ya no es importante. Estoy segura de que ellos ya lo han superado. No puedo volver.

Karina pareció querer discutir eso, sin embargo, las luces se apagaron indicando que era hora de dormir.

—No creo que te hayan olvidado —susurró Karina—. Los padres nunca se olvidan de sus hijos. Deberías tratar de volver. Si yo pudiera ver a mis padres de nuevo lo haría; pero ellos están… muertos. Si tú aún puedes, regresa con ellos.

Isabel cerró los ojos.

—Lo haría, si pudiera.

Karina ya se había dormido.

El silencio era extraño esa noche. Isabel se dio cuenta de ello mientras mantenía la mirada fija en el techo de baldosas blancas, esperando que fuera el momento de marcharse.

Lo había planeado desde que se había enterado de la “caza de brujas” organizada por el sacerdote. Saldría del orfanato a la media noche y se dirigiría hacia el sur de la ciudad, lejos de la parroquia que dirigía su persecutor. A unas cuantas calles había una casucha que pertenecía a un hombre anciano y alcohólico. Tenía pensado beber su sangre. Luego, con sus fuerzas renovadas por el alimento, se alejaría lo más posible de la ciudad. Si todo salía como debía, para cuando el sol despuntara en la mañana estaría muy lejos.

Varias veces su mirada se dirigió a Karina. Esa noche la toz no la había atacado. Eso era bueno, no quería que se diera cuenta de que había salido hasta la mañana. Aunque quería despedirse, sabía que le era imposible. Sus juegos de ese día habían sido, en cierta manera, su despedida.

Su oído captó las suaves campanadas del reloj que había en la oficina de la directora. Las doce, era el momento.
Con cuidado se incorporó y acomodó las almohadas de tal manera que hicieran bulto en la cama. Sabía que era un truco tonto, pero cualquiera cosa que le ayudara en su huida, por más absurda que fuera, era bienvenida.

Antes de salir por la puerta hacia el pasillo volvió la mirada hacia Karina. La niña parecía algo agitada, pero no estaba despierta. Eso era bueno. Cerró la puerta y se dirigió hacia la puerta trasera.

Un minuto después de que hubiera salido, Karina se incorporó de golpe. Acababa de tener una pesadilla horrible. Su mirada se posó en la cama de su amiga. De inmediato notó algo extraño.

—Isabel —susurró. No obtuvo respuesta.

Era extraño, siempre que despertaba a media noche por un mal sueño Isabel también estaba despierta. Según su amiga, le era muy difícil dormir, no lo hacía hasta muy entrada la madrugada.

Se levantó con cuidado y caminó hacia la cama de Isabel. No tuvo que levantar las sabanas para saber que el lecho estaba vacío.

“Otra vez salió”, se dijo. Estaba a punto de volver a su cama, pero en eso la distrajo un ruido afuera. Se asomó por la ventana y vio como Isabel salía por un hueco en la verja trasera del orfanato.

Decidió seguirla.


[center]5[/center]

Isabel avanzó con cuidado por las calles. Al parecer los vecinos se había tomado muy enserio el asunto de “cazar a la bruja”. En su camino se había topado al menos con unas cinco personas que con antorchas se dirigían con rumbo a la parroquia. Era una suerte que pudiera fundirse en las sombras al grado de ser casi invisible. Pero debía apresurarse, las cosas podían ponerse difíciles en las próximas horas.

Valiéndose de todas sus habilidades, avanzó con sigilo hacia su objetivo.

Finalmente la vio. Una casucha en medio de la ciudad, que claramente contrastaba con las construcciones más sobrias que la rodeaban. El resplandor amarillento de una lámpara de gas salía por una de las ventanas. Sin duda el anciano ni siquiera tenía servicio de energía eléctrica.

Se acercó con cautela a la casa. La puerta estaba entreabierta, y el anciano se hallaba recargado en un muro, con la botella de pulque en la mano derecha. Isabel sonrió, comida fácil.

Entró en la casa y avanzó como un gato acechante hacia su presa. Las venas del hombre palpitaban en su grasoso cuello. Era delgado y demacrado, pero serviría para su propósito.

Llegó hasta donde estaba y se dejó caer de rodillas junto a él. El hombre se removió en sueños, pero no se despertó.

En un rápido movimiento, Isabel clavó sus colmillos en su cuello, mientras una de sus manos sujetaba al hombre por la boca, para impedir que hiciera ruido alguno. Claro, el hombre estaba demasiado borracho para darse cuenta de lo que pasaba.

Finalmente, Isabel se apartó del hombre. Su boca, sus manos y parte de su vestido estaban manchados de sangre, pero ya se las arreglaría para deshacerse de esta antes de salir de la ciudad. Ahora lo que debía de hacer era descansar un momento, para que su organismo se deshiciera del alcohol que había ingerido junto con la sangre del viejo.

Justo en ese momento, algo llamó su atención fuera de la casa. Alguien había golpeado una botella, la cual ahora rodaba por el suelo.

Rápidamente se pasó en guardia y avanzó con paso firme hacia la puerta. Pero, una vez que estuvo afuera, sus ojos se abrieron con horror al ver que quien estaba allí era Karina. La niña estaba agazapada contra un muro, mientras veía con autentico horror a quien había sido su amiga.

—Karina —susurró de forma apagada.

—¡Él tenía razón! —vociferó la niña, mientras gruesas lágrimas escurrían por sus pálidas mejillas—. ¡Me lo dijo! ¡Tenía razón! ¡Y yo…!

—¡Karina! —exclamó Isabel, mientras la sujetaba por los hombros y la levantaba—. ¡Olvídame! Olvida que me viste, olvida este horror. Vuelve a casa, al orfanato.

—¡Él tenía razón! —continuaba vociferando la niña.

Isabel la golpeó en el rostro con su mano, dejando una mancha de sangre en su mejilla, muy cerca de la boca.

—Vete, por favor, vete.

Karina tardó un momento en reaccionar, aunque ya no decía nada. Su mirada era extraña, como perdida. Se dio media vuelta y comenzó su camino de regreso al orfanato. Isabel se dejó caer al suelo. En su rostro era palpable su desesperación. Debía de haberse dado cuenta de que Karina la seguía.

Luego de unos momentos, se levantó y volvió a entrar en la casa. Tenía que terminar lo que había empezado.


[center]6[/center]

Comenzó a escalar el muro frente a la casa del anciano, la cual lentamente comenzaba a ser invadida por el fuego. Tenía que volver al orfanato, asegurarse de que Karina hubiera vuelto a salvo. Sabía que era arriesgado, pero no le quedaba otra opción. Al menos por los techos de las casas sería poco probable que alguien la viera.

Saltando de techo en techo, como un insecto, cruzó las calles a toda velocidad.

De pronto, se detuvo. La turba de “aldeanos furiosos” parecía estarse reuniendo, podía escuchar sus gritos allá abajo en la calle.

—¡Es la bruja! —vociferaban furiosos—. ¡La atrapamos! ¡Quemen a la bruja!

Isabel sintió como su corazón se retorcía dentro de ella. Un presentimiento de fatalidad se había depositado en su pecho. No quería ver, pero no pudo evitarlo. Caminó hasta el borde del tejado en el que se encontraba, y al mirar abajo vio como la turba rodeaba lentamente a Karina, cortándole toda posibilidad de escape.

La niña aún estaba sumida en el trance que le había provocado el haber visto a Isabel como lo que realmente era. No se defendió, simplemente se agazapó en el suelo, sin hacer nada.

—¿Cómo saben que es una bruja? —Isabel suspiró aliviada. Una voz de razón entre tanto fanatismo absurdo.

—¡Mira su rostro! —gritó alguien—. ¿No ves la sangre? Sin duda acaba de matar a alguien.

—¡Pero es sólo una niña, por el amor de Dios!

—¡Sé disfraza de niña, pero es una bruja! ¡Al fuego!

Isabel temblaba de rabia e impotencia. ¿Cómo podían ser así? En su afán de encontrar un culpable no les importaba acusar a una niña. Condenar un alma inocente en el nombre de un Dios supuestamente bueno y amoroso.
“Pero tú eres como ellos”, se dijo. “Eres el monstruo al que buscan, y no eres capaz de aceptarlo e ir en ayuda de tu amiga. Si te entregas, ella estará bien, y tu vida errante en las sombras terminara finalmente”.

Pero no lo haría. Su instinto de supervivencia era demasiado fuerte como para dejarla hacer eso. Si fuera más fuerte tal vez intentaría salvarla, pero incluso siendo lo que era, ellos la superaban en número y por tanto en fuerza. No podía ayudarla.
Siguió a la turba, la cual había capturado a Karina y ahora la llevaba hacia la pequeña plaza que había frente a la parroquia. Se decía que siglos atrás, durante la época colonial, allí se había juzgado y matado muchas brujas por parte de la inquisición. Era el lugar donde la última inocente acusada moriría.

No hubo un verdadero juicio, como antaño tampoco lo hubo para las supuestas brujas.

Isabel presenció, desde un tejado cercano, como Karina era atada a un poste. El sacerdote entonces sacó una biblia y comenzó a recitar oraciones por las almas de las supuestas víctimas de la bruja.

—¡…que la justicia divina caiga sobre ti y tus congéneres! —terminó el párroco, mientras roseaba agua vendita a la pobre niña; la cual le dirigía una mirada asustada, sin entender realmente lo que estaba pasando.

La pila de leña a los pies de Karina fue encendida. La niña gritó y lloró, pero no pidió ayuda. Simplemente se retorcía mientras sus alaridos llenaban la noche, la cual se había teñido con el resplandor rojizo de las llamas, mientras el olor acre de la carne quemada comenzaba a llenar el ambiente. La gente alrededor seguía vociferando sus maldiciones contra la supuesta bruja.

Isabel se dejó caer de rodillas. Por primera vez en su no-vida, gruesas lágrimas de sangre se deslizaban por sus mejillas. Se obligó a sí misma contemplar como el fuego envolvía a su amiga, mientras los gritos de Karina y las voces que la condenaban se apagaban lentamente.

Y, como siempre ocurre cuando una supuesta bruja es ejecutada, tanto en la antigüedad como en la llamada civilización moderna, no hubo nada de justicia divina en ese juicio. Solamente fanatismo e histeria.

Tal vez ellos tenían una excusa real para actuar de esa manera. Realmente había un monstruo entre ellos, matándolos. Pero estaban tan ciegos en su juego de acusaciones, que no eran capaces de ver lo que realmente estaban haciendo, reduciéndose a sí mismos a ser como el monstruo al que perseguían.

Si algo se podía sacar de eso, razonaría Isabel más tarde, era que ahora sabía que no podía mezclarse con los humanos de ninguna manera. Se lastimaba a sí misma y los lastimaba a ellos. Y esa niña había tenido que morir para que finalmente lo entendiera.


[center]7[/center]

Isabel abandonó la ciudad, aunque no esa noche, sino a la siguiente. Pasarían décadas antes de que volviera allí.
El escabroso asunto fue ocultado. El alcalde de la ciudad ordenó que no se hiciera público. No podía permitirse mala publicidad en su gestión, más aún cuando pensaba postularse para diputado federal el próximo año. Por supuesto, los implicados tampoco fueron castigados, eso hubiera sido admitir que realmente había pasado algo.

Al final, la única prueba de lo ocurrido esa noche era el poste ennegrecido, y las lágrimas de los niños y empleadas del orfanato. No era difícil saber quién había ardido allí. Varios de los presentes, entre ellos don Jacinto, lo habían confirmado. Y estaba la cama vacía. Respecto a la otra niña, Isabel, no habían podido encontrarla. Algunos sostendrían más tarde que la bruja la había asesinado antes de que fuera capturada.

Días después, varios niños de las casas vecinas a la plaza donde esto ocurrió, juraron haber visto a una niña de pie cerca del poste donde se había quemado a la “bruja”. Y en los años siguientes, más personas verían al fantasma de una niña allí.
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